6/12/07

Movimiento sin azar, por Georges Perec





El maestro de go buscó entre sus recuerdos aquella posición inacabada. Tres lugares más hacia la izquierda, un imperio sostenido por su espíritu aguerrido y condición ignota. Doce años han pasado, casi trece, rememora en voz tranquila, inaudible al hombre que sostiene de a tres piedras en su frente. No hay palabras, más que un pálido saludo al comenzar, es la regla. No hay más ruido que las nubes surcando aquel cielo gris, casi blanco, que encanece las laderas con su día. La nieve ha transportado al río aquellos restos y señales de la lucha. El maestro busca, sin reparos, en su mente aquella fórmula, olvidando el consejo -sabio, ciertamente- de aquel río que jamás vuelve a ser el mismo. Su defensa está basada en el tiempo y sus memorias que permanecen, vibran y cantan. Las semillas nacen, crecen, erosionan y, sin magias de ningún arte, vuelven a cobrar la vida de los seres que anteceden. El maestro lo sabe, la historia se repite hasta un punto en que varía y su inteligencia expresa el hábito de reconocer esa torción. Busca frases repetidas, un suspiro más allá de lo habitual, el temor de aquellas olas o el sonido quebradizo de la nieve bajo el viento; sin embargo, la secuencia exacta se revela lentamente y la repite como si avanzara sobre el agua oculta.

Ha aprendido a respirar, a levitar, a caminar sobre los árboles. Lo ha hecho por necesidad o placer, indistintamente; al amanecer el día, o incluso al despuntar la medianoche. El maestro está cansado, con esfuerzo ha recobrado aquella escena. Toma entre sus manos el vicio líquido que lo expulsa de los círculos mayores. Aún así, está tranquilo. A pesar de los temblores de su cuerpo, del impávido recuerdo o de las últimas derrotas, todas imprecisas aunque incuestionables. Sabe que su tiempo ha concluído, entre cerros olvidados y praderas habitadas de simpleza, gente del campo, refugiados y prófugos de la justicia. Su destino debió ser otro, concuerda satisfecho del presente triunfo, pero ya es muy tarde para intentar algún desvío. Es imposible desviar el río que no cambia. Es imposible no acordarse de aquel punto en el camino en donde el viento gira y es posible cualquier cosa, derrotar al enemigo más poderoso, al emperador, al protegido por los dioses.

Él es un bastardo, adicto, rebelde y libre, y ese río, ese punto en el camino, no podrá ser encubierto.