5/1/08

Diario de Krishnamurti (junio-julio), por Jiddu Krishnamurti




Junio 18

Al anochecer estaba ahí: súbitamente estuvo ahí llenando la sala, un gran sentido de belleza, poder y dulzura. Otros lo advirtieron.

19

Toda la noche estuvo ahí siempre que despertaba. La cabeza dolía mientras nos dirigíamos a tomar el avión [para volar a Los Ángeles]. ‑La purificación del cerebro es necesaria. El ce­rebro es el centro de todos los sentidos; cuanto más alertas y sen­sibles son los sentidos, tanto más agudo es el cerebro; éste es el centro de los recuerdos, del pasado: es el depósito de la expe­riencia y el conocimiento, de la tradición. Por tanto, está limi­tado, condicionado. Sus actividades son planeadas, pensadas, razonadas, pero funciona dentro de la limitación, en el espacio‑­tiempo. Así es que no puede formular ni comprender aquello que es total, lo íntegro, lo completo. Lo completo, lo total es la mente; ella está vacía, absolutamente vacía, y debido a esta vacuidad el cerebro existe en el espacio‑tiempo. Sólo cuando el cerebro se ha limpiado de su condicionamiento, de su codi­cia, su envidia, su ambición, sólo entonces puede comprender aquello que es total. Esta totalidad es amor.

20

En el automóvil, viajando hacia Ojai (ochenta millas al norte de Los Angeles), eso comenzó de nue­vo, la presión y el sentimiento de inmensa vastedad. No es que uno estuviera experimentando esta vastedad; simplemente ella estaba ahí; no había un centro desde el cual tuviera lugar la experiencia. Todo, los automóviles, la gente, los carteles, se destacaba con sorprendente claridad y el color era dolorosamente intenso. Eso continuó por más de una hora, y la cabeza estaba muy mal, el dolor la abarcaba enteramente.

El cerebro puede y debe desarrollarse; su desarrollo pro­vendrá siempre de una causa, de una reacción, de la violencia a la no‑violencia, etc. El cerebro se ha desarrollado desde el estado primitivo y, por muy refinado, inteligente y técnico que sea, estará siempre dentro de los confines del espacio‑tiempo.

El anonimato es humildad; no está en el cambio de un nombre, en la ropa o en la identificación con lo que pueda ser anónimo: un ideal, un acto heroico, un país y cosas así. Ese ano­nimato es una acción del cerebro, es el anonimato consciente; hay un anonimato que surge con la lúcida percepción de lo total. Lo total, lo completo jamás está dentro del campo del cerebro o de la idea.

21

Al despertar alrededor de las dos, había una presión pecu­liar y el dolor era más agudo, estaba más en el centro de la cabeza. Persistió por más de una hora, y uno despertó varias veces por la intensidad de la presión. Cada vez el éxtasis se expandía más y más; este júbilo continuó. La presión comenzó súbitamente otra vez mientras uno esperaba sentado en el sillón del dentista. El cerebro se quedó muy quieto; palpitaba total­mente activo; todos los sentidos estaban alerta; los ojos veían la abeja en la ventana, la araña, los pájaros y las montañas de color violeta en la distancia. Veían todo eso pero el cerebro no lo registraba. Uno podía sentir al palpitante cerebro, algo tremendamente vivo, vibrante y, por lo tanto, no un mero registra­dor. La presión y el dolor eran intensos y el cuerpo necesitó adormecerse.

La lúcida percepción autocrítica es esencial. La imaginación y las ilusiones distorsionan la clara observación. La ilusión exis­tirá siempre que sigan existiendo el impulso a continuar el placer y a evitar el dolor. Las dos cosas engendran ilusión: la urgencia por continuar o recordar las experiencias placenteras, y el acto de evitar el dolor, el sufrimiento. A fin de borrar por completo toda ilusión, el placer y el dolor deben ser comprendidos, no controlándolos o sublimándolos, no identificándose con ellos ni negándolos.

Sólo cuando el cerebro está quieto puede existir la correcta observación. ¿Puede el cerebro estar quieto alguna vez? Puede estarlo cuando siendo altamente sensible, sin el poder de dis­torsión, se halla negativamente atento. La presión ha continuado toda la tarde.

22

Al despertar en mitad de la noche, la mente estaba expe­rimentando un estado de incalculable expansión; la mente misma era ese estado. El «sentimiento» de este estado, desnudo de todo sentimentalismo, de toda emoción, era muy factual, muy real. Este estado continuó por un tiempo considerable. ‑Toda esta mañana la presión y el dolor han sido agudos.

La destrucción es esencial. No de edificios y cosas, sino de todos los ardides y defensas psicológicas, de los dioses, las creencias, la dependencia de los sacerdotes, las experiencias, los conocimientos, etc. Sin destruir todo esto no puede haber crea­ción. Es sólo en libertad que la creación surge a la vida. Otro no puede destruir esas defensas por uno; es uno mismo quien debe negarlas mediante la lúcida percepción que da el cono­cimiento propio.

La revolución social, económica, solamente puede cambiar los estados y cosas exteriores, aumentando o disminuyendo círculos, pero esa revolución estará siempre dentro del limitado campo del pensamiento. Para una revolución total, el cerebro debe desechar todo su interno, secreto mecanismo de autoridad, envidia, temor, etc.

La fuerza y belleza de una tierna hoja radica en su vulne­rabilidad a la destrucción. Como una brizna de hierba que brota a través del pavimento, ella tiene el poder que le permite enfrentarse a la muerte fortuita.

23

La creación nunca pertenece al individuo. Ella cesa entera­mente cuando la individualidad, con sus capacidades, dones, técnicas, etc., se vuelve dominante. La creación es el movimiento de la incognoscible esencia de lo total; nunca es la expresión de la parte.

Justo en el momento en que uno se disponía a acostarse, ahí estaba aquella plenitud de Il L (una casa de Florencia donde él había estado en abril). Estaba no sólo en la habita­ción sino que parecía cubrir la tierra de horizonte a horizonte. Era una bendición.

La presión, con su dolor peculiar, persistió toda la mañana. Y continúa en la tarde.

Sentado en el sillón del dentista, uno miraba por la ven­tana, miraba más allá del seto, de la antena de TV, del poste de telégrafo, las purpúreas montañas. Uno miraba no sólo con los ojos sino con toda la cabeza, como si mirara desde la parte posterior de la cabeza, con todo el ser. Era una experiencia sin­gular, extraordinaria. No había un centro desde el cual tuviera lugar la observación. Eran intensos los colores y la belleza y las líneas de las montañas.

Cada distorsión del pensamiento debe ser comprendida; porque todo pensamiento es una reacción, y cualquier actividad que provenga de esto sólo puede incrementar la confusión y el conflicto.

24

Ayer, durante el día entero hubo presión y dolor; todo eso se está volviendo más bien difícil. Comienza en el momento que uno está solo consigo mismo. El deseo de que continúe y la decepción de que no continúe no existen. Pero eso está simple­mente ahí sea que uno lo quiera o no; está más allá de toda razón y pensamiento.

Hacer algo sin motivo, por sí mismo, parece muy difícil y casi indeseable. Los valores sociales se basan en hacer algo en función de alguna otra cosa. Esto lleva a una existencia árida, una vida que nunca es completa, total, plena. Es una de las razones que promueven el descontento que desintegra.

Estar satisfecho es feo, pero estar insatisfecho engendra odio. Ser virtuoso con el fin de ganar el cielo o la aprobación de lo respetable, de la sociedad, hace de la vida un campo estéril que ha sido arado una y otra y otra vez, pero en el que nunca se ha sembrado. Esta actividad de hacer algo en función de alguna cosa es, en esencia, una intrincada serie de escapes, escapes de uno mismo, de lo que es.

Sin experimentar la esencia, no hay belleza. La belleza está meramente en las cosas exteriores o en los íntimos pensa­mientos, sentimientos e ideas; la belleza existe más allá de este pensar y sentir. La belleza es esta esencia. Pero esta belleza no tiene opuesto.

La presión continúa y la tirantez está en la base de la cabeza, y es muy dolorosa.

25

Al despertar en mitad de la noche, el cuerpo se encontraba perfectamente quieto, extendido sobre su espalda, inmóvil; esta posición debe haberse mantenido por algún tiempo. Ahí estaban la presión y el dolor. El cerebro y la mente se hallaban intensa­mente silenciosos. No existía división alguna entre ellos. Había una intensidad extraña, quieta, como la de dos grandes dinamos trabajando a muy alta velocidad; era una tensión peculiar en la que no había esfuerzo. Existía, con relación a todo esto, un sentido de inmensidad y un poder sin dirección ni causa alguna y, por lo tanto, sin brutalidad, sin crueldad. Y ello prosiguió por la mañana.

Durante casi todo el año pasado, uno solía despertarse para experimentar, en estado de vigilia, lo que había sucedido mien­tras dormía, ciertos estados del ser. Es como si uno despertara meramente para que el cerebro pudiera registrar lo que había estado sucediendo. Pero, curiosamente, la singular experiencia se desvanecía muy pronto. El cerebro no la había estado guar­dando era los rollos de la memoria.

Sólo hay destrucción y no cambio. Porque todo cambio es una continuidad modificada de lo que ha sido. Todas las revolu­ciones sociales o económicas son reacciones, una continuidad modificada de lo que ha sido. Este cambio no destruye en modo alguno las raíces de las actividades egocéntricas.

La destrucción, en el sentido en que estamos empleando la palabra, carece de motivo: no tiene un propósito, el cual implica una acción con vistas a un fin o resultado. La destrucción de la envidia es total y completa; implica libertad con respecto a la represión, al control, y sin que exista motivo alguno para ello.

Esta destrucción total es posible; radica en ver la estructura completa de la envidia. Este ver no está en el espacio‑tiempo sino que es instantáneo.

26

La presión y la tirantez continuaron muy fuertemente ayer por la tarde y esta mañana. Sólo había cierto cambio: desde la parte posterior de la cabeza, la presión y la tirantez se despla­zaron a través del paladar hacia la coronilla. Prosigue una ex­traña intensidad. Sólo tiene uno que permanecer quieto para que ella comience.

El control, en cualquiera de sus formas, es dañino para la comprensión total. Una existencia que ha sido disciplinada es una vida de conformidad; en la conformidad no hay libertad con respecto al temor. El hábito destruye la libertad; el hábito del pensamiento, el hábito de la bebida, etc., contribuyen a una vida superficial e insípida. La religión organizada con sus creencias, dogmas y rituales impide el libre acceso a la vastedad de la mente. Es al entrar en esta vastedad que el cerebro se purifica del espacio‑tiempo. Al estar purificado, el cerebro puede en­tonces habérselas con el tiempo y el espacio.

27

Esa presencia que estuvo en Il L. estaba ahí, esperando pa­cientemente, benignamente, con inmensa ternura. Era como el relampaguear en una oscura noche, pero estaba ahí, penetrante, bienaventurada.

Algo extraño le está ocurriendo al organismo físico. Es algo que uno no puede identificar exactamente, pero hay una «rara» insistencia, una urgencia; no es de ningún modo algo autocreado o engendrado por la imaginación. Se toma evidente cuando uno está quieto, solo, bajo un árbol o en una habitación; se manifiesta con mayor urgencia cuando uno se halla a punto de dormirse. Está ahí mientras esto se escribe: la presión y la tirantez con su dolor familiar.

Formulaciones y palabras acerca de todo esto parecen tan inútiles; las palabras, por exactas que sean, por clara que pueda ser la descripción, no comunican la cosa real.

Hay una grande e inenarrable belleza en todo esto.

Existe un único movimiento de la vida, lo externo y lo inter­no; este movimiento es indivisible, aunque esté dividido. Al estar dividido, la mayoría sigue el movimiento externo de las ideas, del conocimiento, de las creencias, la autoridad, la segu­ridad, la prosperidad, etc. Como una reacción a esto, uno sigue la llamada vida interior con sus visiones, esperanzas, aspiracio­nes, secretos, conflictos, desesperación. Como este movimiento es una reacción, está en conflicto con el otro. Por tanto, hay con­tradicción con sus dolores, ansiedades y escapes.

Hay sólo un movimiento, que es lo externo y lo interno. Con la comprensión de lo externo, comienza el movimiento in­terno, no en oposición o en contradicción. Al ser eliminado el conflicto, el cerebro, aunque altamente sensible y alerta, se torna silencioso. Entonces sólo el movimiento interno tiene sig­nificación y validez.

De este movimiento surgen una compasión y una generosi­dad que no son el resultado de una razonada y deliberada abne­gación.

La flor es fuerte en su belleza, aunque pueda ser olvidada, desdeñada o destruida. El ambicioso no conoce la belleza. La belleza es el senti­miento de lo esencial.

28

Al despertar en medio de la noche uno estaba gritando y gimiendo; la presión y la tirantez, con su dolor peculiar, eran intensas. Eso debe haber estado sucediendo por algún tiempo y desapareció poco después de despertar. Los gritos y los gemidos tienen lugar con mucha frecuencia. No ocurren a causa de una indigestión. Sentado en el sillón del dentista, mientras aguarda­ba, toda la cosa comenzó de nuevo y continúa por la tarde mientras esto se escribe. Es más perceptible cuando uno se encuentra solo o en algún bello lugar, o también en una calle sucia y ruidosa.

Aquello que es sagrado carece de atributos. Una piedra en un templo, una imagen en una iglesia, un símbolo, no son sa­grados. El hombre los llama sagrados, hace de eso algo santo para ser adorado en función de complejos impulsos, temores y anhelos. Esta «santidad» está aún dentro del campo del pensa­miento, es producida por el pensamiento, y en el pensamiento nada hay que sea nuevo o sagrado. El pensamiento puede pro­ducir todos los intrincados enredos de los sistemas, dogmas, creencias; y las imágenes, los símbolos que él proyecta no son más santos que los planos de una casa o el diseño de un nuevo avión. Todo esto se encuentra dentro de las fronteras del pensa­miento, y nada hay de sagrado o místico al respecto. El pensa­miento es materia y puede ser convertido en cualquier cosa, fea o bella.

Pero existe algo sagrado que no es del pensamiento ni per­tenece a un sentimiento revivido por éste. El pensamiento no puede reconocerlo ni utilizarlo. El pensamiento no puede for­mularlo. Pero existe algo sagrado que ningún símbolo o palabra pueden tocar. Eso no es comunicable. Es un hecho.

Un hecho es para ser visto, y el ver no tiene lugar por medio de la palabra. Cuando un hecho es interpretado, cesa de ser un hecho; se vuelve algo por completo diferente. El ver es de la más alta importancia. Este ver está fuera del tiempo‑espacio; es inmediato, instantáneo. Y lo que es visto, nunca es igual otra vez. No hay otra vez o mientras tanto.

Esto que es sagrado no tiene un adorador, el observador que medita sobre ello. No se halla en el mercado para que pueda comprarse o venderse. Como la belleza, no puede ser visto me­diante su opuesto, porque no tiene opuesto.

Esa presencia está aquí, llenando la habitación, esparciéndose sobre las colinas, más allá de los mares, cubriendo la tierra.

La noche pasada, como ha sucedido una o dos voces antes, el cuerpo era sólo un organismo y nada más, funcionando, vacío y silencioso.

29

Hay presión y tirantez con el hondo dolor que las acompaña; es como si muy en lo profundo prosiguiera una operación. Eso no es causado mediante la propia volición por sutil que ésta pu­diera ser. Durante algún tiempo uno lo ha investigado profun­damente de manera deliberada. Ha tratado de inducirlo, de producir diversas condiciones externas, estando solo, etc. En­tonces nada sucede. Todo esto no es algo reciente.

El amor no es apego. El amor no produce pesar. En el amor no hay desesperación ni esperanza. El amor no puede hacerse respetable, convertirse en parte del esquema social. Cuando él no está presente, comienza el afán en todas sus formas.

Poseer y ser poseído se considera que es una forma de amar. Este instinto de poseer ‑a una persona o un trozo de algo que sea propiedad de uno‑ no proviene meramente de las exigen­cias de la sociedad o de las circunstancias, sino que brota de una fuente mucho más profunda. Procede de las profundidades de la soledad. Cada cual intenta llenar esta soledad de diferentes maneras, con la bebida, con la religión organizada, las creencias, alguna forma de actividad, etc. Son todos escapes, pero eso aún sigue ahí.

El comprometerse con alguna organización, con alguna creen­cia o actividad, es ser poseído por ellas negativamente; y posi­tivamente es poseerlas. La posesividad negativa y la positiva consisten en hacer el bien, cambiar el mundo, y en el así lla­mado amor. Controlar a otro, moldear a otro en el nombre del amor son expresiones del instinto de posesión, negativo y posi­tivo, así como el impulso de encontrar en otro seguridad, protección y bienestar. El olvidarse de uno mismo por medio de otro o de alguna actividad, contribuye al apego. De este apego provienen el dolor y la desesperación, y de ello surge la reac­ción para el desapego. Y en esta contradicción entre apego y desapego se originan el conflicto y la frustración.

No hay escape de la soledad; ella es un hecho y el escapar de los hechos engendra confusión y dolor.

Pero no poseer nada es un estado extraordinario, no poseer siquiera una idea, saber dejar en paz a una persona o una cosa. Cuando la idea, el pensamiento echa raíces, eso ya se convierte en posesión y entonces comienza la guerra para verse libre. Y esta libertad no es libertad en absoluto; sólo es una reacción. Las reacciones arraigan, y nuestra vida es el terreno en que las raíces se han desarrollado. Cortar todas las raíces, una por una, es un absurdo psicológico. Eso no puede hacerse. Sólo debe ser visto el hecho ‑la soledad‑, y entonces todas las otras cosas se desvanecen.

30

Ayer en la tarde eso estuvo bastante mal, fue casi intole­rable; continuó por unas cuantas horas.

Caminando, rodeado por estas violáceas y desnudas monta­ñas rocosas, súbitamente advino la soledad. Completa soledad. Estaba en todas partes y tenía una inmensa, insondable riqueza; poseía esa belleza que está más allá del pensamiento y del sen­timiento. No estaba quieta; era algo viviente, en movimiento, que llenaba cada rincón y escondrijo. La cima de la alta mon­taña rocosa fulguraba con el sol poniente, y esa misma luz y color colmaban los cielos de soledad.

Era un estado singular de soledad, no de aislamiento sino de soledad, como una gota de lluvia que contiene en sí todos los mares de la tierra. No era alegría ni tristeza, sino plena soledad. No tenía cualidad, forma ni color, que harían de ella algo reconocible, mensurable. Vino como un relámpago y sem­bró su semilla. No germinó, pero ahí estaba en toda su ple­nitud. No existía el tiempo para que hubiera maduración; el tiempo tiene sus raíces en el pasado. Este era un estado sin raíces y sin causa. Un estado totalmente «nuevo», que nunca ha sido y nunca será, porque es algo vivo.

El aislamiento es lo conocido, y así es la soledad que pro­cede del aislamiento; son estados reconocibles porque han sido experimentados con frecuencia, real o imaginariamente. Su misma familiaridad engendra temor y cierto menosprecio san­turrón, de lo cual surgen el cinismo y los dioses. Pero este autoaislamiento y su soledad, no conducen a la vital y madura soledad; debe terminarse con ellos, no con el fin de ganar algo, sino que deben morir tan naturalmente como el marchitarse de una flor. La resistencia engendra temor pero también acepta­ción. El cerebro debe lavarse a sí mismo y quedar limpio de todos estos astutos artificios.

Sin relación alguna con estos rodeos y retorcimientos de la conciencia autocontaminada, por completo diferente es esta inmensa soledad. Toda creación tiene lugar en ella. La creación destruye, y así ella es siempre lo desconocido.

Esta soledad estuvo ahí durante toda la tarde de ayer, y se mantenía al despertar uno en medio de la noche.

La presión y la tirantez prosiguen, aumentando y disminu­yendo en ondas continuas. Son bastante dolorosas hoy, durante la tarde.

Julio 1

Es como si todo se encontrara quieto. No hay movimiento, ni agitación, sólo completa vacuidad de todo pensar, de todo ver. No existe un intérprete que traduzca, que observe, que censure. Es una inmensurable vastedad totalmente quieta y si­lenciosa. No hay espacio, ni hay tiempo para cubrir ese espacio. Están aquí el principio y el fin de todas las cosas. Realmente, nada hay que pueda decirse acerca de ello.

La presión y la tirantez han continuado quietamente todo el día; sólo ahora han aumentado.

2

Eso que ocurrió ayer, esa inmensurable y silenciosa vastedad, prosiguió toda la tarde aun cuando hubiera gente alrededor y conversaciones. Continuó toda la noche; estaba ahí en la ma­ñana. Aunque hubiera un conversar más bien exagerado y agi­tado emocionalmente, de pronto ahí estaba en medio de ello. Y aquí está ahora, hay gloria y belleza, y un sentimiento de éxtasis que no puede expresarse en palabras. La presión y la tirantez comenzaron algo temprano.

3

Uno estuvo afuera el día entero. Y a pesar de eso, por la tarde, durante dos o tres horas, la presión con su tirantez conti­nuaron en medio de la ciudad populosa.

4

Atareado en la tarde, ahí estaba, pese a ello, la presión con su tirantez.

Cualesquiera sean las actividades que uno ha de realizar en la vida cotidiana, las conmociones y los diversos incidentes no deberían dejar sus cicatrices. Estas cicatrices se convierten en el ego, el yo, y a medida que uno va viviendo ello se vuelve muy fuerte y sus muros llegan a ser casi impenetrables.

5

Muy ocupado, pero todas las veces en que había cierta quie­tud, la presión y la tirantez proseguían.

6

Uno despertó en la noche pasada con ese sentido de com­pleta quietud y silencio; el cerebro estaba totalmente alerta, in­tensamente vivo; el cuerpo se encontraba muy quieto. Este estado duró cerca de media hora. Ello a pesar de un día agotador.

El punto más alto de intensidad y sensibilidad es la expe­riencia de lo esencial. Esto es belleza, belleza que está más allá de las palabras y del sentimiento. La proporción y la profun­didad, la luz y la sombra están limitadas al tiempo‑espacio, atra­padas en la belleza‑fealdad. Pero eso que está más allá de todo límite y forma, más allá del aprendizaje y del conocimiento, es la belleza de la esencia.

7

Varias veces uno despertó gritando. Otra vez estaba ahí esa intensa quietud del cerebro y un sentimiento de vastedad. Ha habido presión y tirantez.

El éxito es brutalidad. El éxito en todas sus formas, en la política y en la religión, en el arte y en los negocios. Tener éxito implica crueldad.

8

Algunas veces, antes de dormir o justo en el instante en que uno se abandonaba al sueño, hubo gritos y quejidos. El cuer­po está demasiado alterado a causa del viaje, ya que uno parte esta noche para Londres [vía Los Ángeles]. Hay algo de presión y tirantez.

9

Sentado en el avión entre todo el ruido, el fumar y las con­versaciones en alta voz, de lo más inesperadamente comenzó a presentarse la sensación de inmensidad y esa extraordinaria ben­dición experimentada en Il L., ese inminente sentimiento de lo sagrado. El cuerpo estaba nerviosamente tenso a causa de la apertura, el ruido, etc. pero, a pesar de todo eso, «aquello» estaba: ahí. La presión y la tirantez eran intensas y había un agudo dolor en la parte posterior de la cabeza. Sólo existía este estado y no había observador. Todo el cuerpo estaba enteramente en ello, y el sentimiento de lo sagrado era tan intenso que un gemido escapó del cuerpo, y había pasajeros sentados en los asientos contiguos. Eso continuó por varias horas hasta tarde en la noche. Era como si uno estuviese mirando no con los ojos solamente, sino con un millar de siglos; era un suceso entera­mente extraño. El cerebro estaba por completo vacío, había cesado cualquier tipo de reacción; durante todas esas horas uno no era consciente de esta vacuidad, sino que ella se torna en algo conocido solamente al escribir; pero este conocimiento es sólo descriptivo y no real. Que el cerebro pueda vaciarse a sí mismo es un raro fenómeno. En cuanto los ojos se cerraban, el cuerpo, el cerebro parecía sumergirse en insondables profundidades, en estados de increíble sensibilidad y belleza. El pasajero del asiento contiguo comenzó a preguntar algo y, habiéndole replicado, esta intensidad estaba ahí; no había continuidad sino solamente el ser. La aurora llegaba lentamente y el claro cielo se llenaba de luz. Mientras esto se escribe ya avanzado el día, con insomne fatiga, eso que es sagrado está ahí. La presión y la tirantez también.

10

El sueño fue corto, pero al despertar uno era consciente de un gran sentido de energía impulsora concentrado en la cabeza. El cuerpo se quejaba y, no obstante, estaba muy quieto, exten­dido y sumamente tranquilo. La habitación parecía estar llena de algo, era muy tarde y la puerta frontal de la casa contigua fue cerrada con estrépito. ‑No había una sola idea, ni un senti­miento y, sin embargo, el cerebro estaba alerta y sensible. La presión y la tirantez ocasionaban dolor. Una cosa extraña con respecto a este dolor es que de ninguna manera debilita el cuerpo. Ello parece tener lugar dentro del cerebro, pero aun así es imposible expresar en palabras lo que exactamente ocurre. Existe un sentido de inmensurable expansión.

11

La presión y la tirantez han sido más bien fuertes y hay dolor. La parte singular de todo esto es que el cuerpo no pro­testa de ninguna forma ni opone ningún tipo de resistencia. Existe una energía desconocida envuelta en todo ello. Muy ocu­pado para seguir escribiendo.

12

Mal la noche pasada, con gritos y gemidos. La cabeza estuvo muy dolorida. Si bien uno durmió algo, despertó dos veces, y cada vez había un sentimiento de intensidad en expansión y una intensa atención interna; el cerebro se había vaciado de todo sentimiento y pensamiento.

La destrucción, el completo vaciado del cerebro, así como el marchitarse de las reacciones y los recuerdos, deben tener lugar sin esfuerzo alguno; el marchitarse implica tiempo, pero es el tiempo el que cesa y no la memoria.

Esta expansión intemporal que tenía lugar y la cualidad y el grado de intensidad eran por completo diferentes de la pasión y el sentimiento. Era esta intensidad sin relación ninguna con cualquier deseo, anhelo o experiencia como recuerdo, la que estaba precipitándose a través del cerebro. El cerebro era tan sólo un instrumento; es en la mente donde ocurre esta expan­sión intemporal, esta explosiva intensidad creadora. Y la crea­ción es destrucción. En el avión eso prosigue (en vuelo hacia Ginebra, desde donde se dirigió al chalet de unos amigos en Gstaad).

13

Pienso que es la quietud y pureza del lugar, de las verdes laderas de las montañas, la belleza de los árboles, eso y otras cosas, lo que ha hecho que se intensificaran grandemente la presión y la tirantez; la cabeza ha dolido todo el día; eso em­peora cuando uno está solo consigo mismo. Parece haber con­tinuado durante toda la noche, y uno despertó varias veces gri­tando y gimiendo; aun durante el descanso, por la tarde, el mal proseguía acompañado de gritos. Aquí el cuerpo se halla com­pletamente relajado y en descanso. La noche anterior, después del largo y bello paseo en automóvil a través de la región mon­tañosa, al entrar en la habitación, esa extraña bendición sagrada estaba ahí. El otro también la sintió (el amigo que estuvo con él en Gstaad). Sintió también esa quie­ta, penetrante atmósfera. Hay un sentimiento de gran belleza y amor y de una madura plenitud.

El poder se deriva del ascetismo, de la acción, de la posición, la virtud, la dominación, etc. Todas esas formas de poder son malignas. Ese poder corrompe y pervierte. El empleo del dinero, del talento, de la destreza, para obtener poder o derivar poder de ello, cualquiera sea el uso que se le dé, es corruptor, nocivo.

Pero existe un poder que en manera alguna está relacionado con ese poder que es el mal. Este poder no es para ser comprado por medio del sacrificio, de la virtud, de las buenas obras y creencias, ni puede comprarse con la adoración, las plegarias y la abnegación del yo o con las meditaciones destinadas a destruir al yo. Todo esfuerzo para ser o llegar a ser, debe cesar completa y naturalmente. Sólo entonces puede existir ese poder que no es el mal.

14

Todo el proceso ha continuado el día entero ‑la presión, la tirantez y el dolor en la parte posterior de la cabeza; uno des­pertó gritando varias veces, y aun durante el día hubo gritos y gemidos involuntarios. La noche pasada, ese sentimiento sa­grado llenó la habitación y el otro también lo percibió.

Qué fácil es engañarse uno mismo acerca de casi todo, es­pecialmente con respecto a las más profundas y sutiles urgencias y deseos. Es arduo estar enteramente libre de todas estas urgen­cias e impulsos. Sin embargo, es esencial liberarse de ellos o de otro modo el cerebro engendra todas las formas de ilusión. El impulso por repetir una experiencia, no importa lo placen­tera, bella o provechosa que haya sido, es el terreno donde crece y se desarrolla el dolor. La pasión del dolor es tan limitadora como la pasión del poder. El cerebro debe cesar de moverse por si mismo, y ha de estar completamente pasivo.

15

El proceso fue muy doloroso la noche anterior; lo ha dejado a uno un poco cansado e insomne.

Al despertar en medio de la noche había una sensación de inmensa e inmensurable fuerza. No era la fuerza que han producido la voluntad o el deseo, sino la fuerza que hay en un río, en una montaña, en un árbol. Esa fuerza está en el hombre cuando toda forma de deseo o voluntad han cesado completa­mente. No puede ser valorada ni significa provecho alguno para un ser humano, pero sin ella no hay ser humano, ni hay árbol.

La acción del hombre es opción y voluntad, y en una acción así hay contradicción y conflicto; por lo tanto, hay dolor. Toda acción semejante tiene una causa, un motivo y, en consecuencia, es una reacción. La acción de esta fuerza no tiene causa ni mo­tivo y, por consiguiente, es inmensurable y es la esencia.

16

El proceso continuó durante la mayor parte de la noche; fue más bien intenso. ¡Cuánto puede el cuerpo resistir! El cuerpo entero estuvo estremeciéndose y, esta mañana, uno despertó con la cabeza cimbreando.

Había esta mañana esa peculiar cualidad de lo sagrado lle­nando la habitación. Tenía un gran poder penetrante, entraba en cada rincón del propio ser llenándolo, purificándolo, ha­ciéndolo todo por sí misma. El otro también lo sintió. Esa cosa es lo que todos los seres humanos desean con vehemencia, y porque la desean ella los elude. El monje, el sacerdote, el sannyasi torturan sus cuerpos y su carácter anhelando esto, pero ella los evade. Porque esa cosa no puede ser comprada; ni el sacrificio, ni la virtud, ni la plegaria pueden producir este amor. Esta vida, ese amor no pueden ser si la muerte se utiliza como medio para ello. Toda búsqueda, toda súplica deben cesar completamente.

La verdad no puede ser exacta. Lo que puede medirse no es la verdad. Lo que no es vida puede ser medido y puede en­contrarse su altura.

17

Estábamos subiendo por el sendero de una boscosa ladera de la montaña y pronto nos sentamos en un banco. Súbitamente, de la manera más inesperada, esa sacra bendición descendió sobre nosotros; el otro también la sintió sin que nos hubiéramos dicho nada. Tal como en diversas oportunidades llenó una habitación, esta vez pareció cubrir toda la amplitud de la ladera, extendiéndose sobre el valle y más allá de las montañas. Estaba en todas partes. El espacio entero pareció desaparecer; lo que se encontraba lejos, la ancha quebrada, los distantes picos nevados y la persona sentada en el banco, todo se desvaneció. No había uno ni dos ni muchos, sino sólo esta inmensidad. El cerebro había perdido todas sus respuestas; era sólo un instrumento de observación que estaba viendo, no como el cerebro que perte­nece a una persona en particular, sino como un cerebro que no está condicionado por el tiempo‑espacio, como la esencia de todos los cerebros.

Fue una noche tranquila y el proceso en general no fue tan intenso. Al despertar esta mañana hubo una experiencia que duró quizás un minuto, una hora, o tal vez fue algo intemporal. Una experiencia que se inspira en el tiempo, que tiene continui­dad, deja de ser una experiencia. Al despertar, había en las mismas profundidades, en la inmensurable hondura de la mente total, ardiendo furiosamente, una intensa llama viva de atención, de percepción lúcida, de creación. La palabra no es la cosa, el símbolo no es lo real. Los fuegos que arden en la superficie de la vida pasan, se apagan dejando dolor, cenizas, recuerdos. Estos fuegos son llamados vida, pero eso no es vida. Es decadencia. Vida es el fuego de la creación, que es destrucción. En ello no hay comienzo ni final, no hay mañana ni ayer. Eso está ahí y ninguna actividad superficial podrá jamás ponerlo al descubierto. El cerebro debe morir para que esta vida sea.

18

El proceso ha sido muy agudo, impidiendo dormir; aun en la mañana y por la tarde, hubo gritos y quejidos. El dolor ha sido bastante fuerte.

Al despertar esta mañana había muchísimo dolor, pero al mismo tiempo hubo el relámpago de un ver que era revelador. Nuestros ojos y cerebro registran las cosas externas, los árboles, las montañas las rápidas corrientes; acumulan conocimiento, técnica, etc. Con esos mismos ojos y cerebro entrenados para observar, escoger, condenar y justificar, nos volvemos hacia adentro, miramos dentro de nosotros, reconocemos objetos, construimos ideas que se organizan en razonamientos. Esta mirada interna no llega muy lejos, porque está aún dentro de la limitación de su propio observar y razonar. Este fijar la mira­da en lo interno sigue siendo la mirada externa y, por lo tanto, no hay mucha diferencia entre ambas. Lo que pueda aparecer como diferente, puede ser similar.

Pero existe una observación interna que no es la observación externa vuelta hacia adentro. El cerebro y el ojo que observan sólo parcialmente no contienen la visión total. Ellos deben estar completamente activos pero quietos; deben cesar de escoger y juzgar, pero tienen que hallarse pasivamente atentos. Entonces existe la visión total sin la frontera del tiempo‑espacio. En este relámpago nace una nueva percepción.

19

El proceso había sido muy intenso durante toda la tarde de ayer y parece más doloroso. Hacia el anochecer advino esa cua­lidad de lo sagrado llenando la habitación y el otro también la sintió. Toda la noche transcurrió bastante tranquila aunque la presión y la tirantez estaban ahí, como el sol detrás de las nubes; temprano en la mañana el proceso recomenzó.

Parece como si uno despertara meramente para registrar cierta experiencia; esto ha ocurrido muy a menudo durante el año pasado. Esta mañana uno estaba despierto con un vivo sen­timiento de júbilo; ello ocurría en el momento del despertar: no era algo del pasado, tenía lugar en el instante mismo. Este éxtasis venia desde «afuera», no era inducido por uno mismo sino que era empujado a través del sistema, fluyendo por todo el organismo con gran energía y caudal. El cerebro no tomaba parte en ello sino que sólo lo registraba, no como un recuerdo sino como un hecho real que estaba aconteciendo. Había, al parecer, una inmensa fuerza y vitalidad tras de este éxtasis; no era algo sentimental, no se trataba de un sentimiento o una emoción; era algo tan sólido y real como ese río abriéndose paso por la vertiente de la montaña o ese pino solitario en la verde ladera. Todo sentimiento y emoción están relacionados con el cerebro mientras que el amor no lo está, y así era este éxtasis. Es con la mayor dificultad que el cerebro puede recor­darlo.

Esta mañana temprano había una bendición que parecía cubrir la tierra y llenar toda la estancia. Con ella adviene un sosiego que todo lo consume, una quietud que contiene en sí todo movimiento.

20

El proceso fue particularmente intenso ayer por la tarde. Esperando en el automóvil, uno se hallaba tan abstraído que casi no advertía lo que estaba sucediendo alrededor. Más tarde la intensidad aumentó y fue casi insoportable, al punto que uno estuvo forzado a acostarse. Afortunadamente había alguien en el cuarto.

El cuarto se llenó con esa bendición. Lo que siguió entonces es casi imposible de registrar en palabras; las palabras son cosas tan muertas, con un significado tan definitivamente estable­cido, y lo que ocurrió estaba más allá de todas las palabras y no puede ser descrito. Ello era el centro de toda creación; era una purificadora seriedad que limpiaba el cerebro de todo pen­samiento y sentimiento; esa seriedad era como un relámpago que destruye y quema; su profundidad no tenía medida, ahí estaba inmutable, impenetrable, una solidez que era tan leve como los cielos. Estaba en los ojos, en la respiración. Estaba en los ojos y los ojos podían ver. Los ojos que veían, que mira­ban, aun totalmente diferentes de los ojos orgánicos y, sin em­bargo, eran los mismos ojos. Sólo existía el ver los ojos que veían más allá del tiempo‑espacio. Había una impenetrable dignidad y una paz que era la esencia de todo movimiento, de toda acción. Ninguna virtud la alcanzaba porque estaba más allá de toda virtud y de todas las sanciones humanas. Era el amor, el amor que es totalmente perecedero y que por eso tiene la delicadeza de todo lo que es nuevo, vulnerable, des­tructible; no obstante, aquello estaba más allá de todo esto. Ahí estaba, imperecedero, innominable, lo desconocido. Ningún pensamiento podría jamás penetrarlo, ninguna acción podría jamás alcanzarlo. Era «puro», incontaminado y, por eso, siem­pre bello, como la muerte.

Todo esto pareció afectar el cerebro; éste no era como había sido antes. (El pensamiento es algo tan trivial, necesario pero trivial). A causa de ello la relación parece haber cambiado. Tal como una terrible tormenta, como un destructivo terremoto da un curso nuevo a los ríos, cambia el paisaje y cava profunda­mente la tierra, así ello ha arrasado los contornos del pensa­miento, ha cambiado la forma del corazón.

21

Todo el proceso continúa como es habitual a pesar del frío y del estado febril. Se ha vuelto más agudo y persistente. Uno se pregunta hasta cuándo podrá el cuerpo aguantarlo.

Ayer, mientras subíamos por un hermoso, angosto valle, con sus empinadas laderas sombreadas de pinos y los verdes campos llenos de flores silvestres, súbitamente, de la manera más ines­perada porque estábamos hablando de otras cosas, una bendición descendió como suave lluvia sobre nosotros. Nos convertimos en el centro de ella. Era dulce, apremiante, infinitamente tierna y pacifica, nos envolvía en un poder que estaba más allá de toda tacha y razón.

Esta mañana temprano, al despertar, había una inmutable seriedad purificadora transformándolo todo y un éxtasis que no tenía causa; simplemente estaba allí. Y durante el día, cualquier cosa que uno hiciera, ahí permaneció como un trasfondo y avanzaba directa e instantáneamente cuando uno estaba quieto. Hay en ello urgencia, y hay belleza.

Ninguna imaginación ni deseo alguno podrían jamás for­mular una profunda seriedad semejante.

22

Mientras esperaba en la oscura y mal ventilada sala del médico, esa bendición que ningún deseo puede proyectar, vino y llenó el pequeño cuarto. Y allí permaneció hasta que nos fuimos. Es imposible decir si fue percibida por el doctor.

¿Por qué existe el deterioro? Tanto en lo interno como en lo externo. ¿Por qué? El tiempo produce destrucción en todo lo que está mecánicamente organizado; desgasta por el uso y las enfermedades toda forma de organismo. ¿Por qué debe haber deterioro internamente, psicológicamente? Más allá de todas las explicaciones que un buen cerebro pueda ofrecer, ¿por qué escogemos lo peor y no lo mejor, por qué el odio antes que el amor, por qué la codicia y no la generosidad, por qué la acti­vidad egocéntrica y no una acción libre y total? ¿Por qué ser mezquino cuando existen las altísimas montañas y los ríos centelleantes? ¿Por qué los celos y no el amor? ¿Por qué? Ver el hecho conduce a una cosa, y las opiniones, las explicaciones, a otra. Lo realmente importante es ver el hecho de que declina­mos, de que nos deterioramos, y no él por qué y la razón de ello. Las explicaciones tienen muy escaso significado frente a un hecho, pero el satisfacerse con explicaciones, con palabras, es uno de los principales factores de deterioro. ¿Por qué guerra y no paz? El hecho es que somos violentos; el conflicto, dentro y fuera de la piel, es parte de nuestra vida diaria de ambición y éxito. Lo que pone fin al deterioro es el ver este hecho y no la explicación astuta o la palabra ingeniosa. La opción, una de las mayores causas de la decadencia, debe cesar por completo para que ésta toque a su fin. El deseo de realizarse, con la satis­facción y el dolor que existen a su sombra, es también uno de los factores del deterioro.

Uno despertó temprano esta mañana para experimentar esa bendición, y fue «forzado» a incorporarse para estar en esa claridad y belleza. Más tarde, en la mañana, sentado en un banco al borde del camino, bajo un árbol, uno sintió la inmensi­dad de ello. Esta daba amparo, protección, como el árbol que estaba encima de uno y cuyas hojas protegían contra el fuerte sol de la montaña, permitiendo, no obstante, que la luz pasara a través de las mismas. Toda relación es una protección de esta naturaleza en la que hay libertad, y porque hay libertad, hay amparo.

23

Uno despertó temprano esta mañana con un inmenso sentido de poder, belleza e incorruptibilidad. No era algo que ya había sucedido, una experiencia que pertenecía al pasado y que, por eso, uno despertó para recordarla como se recuerda un sueño, sino que estaba ocurriendo en el presente. Uno tenía conciencia de algo totalmente incorruptible, algo en lo cual nada podía existir que fuera susceptible de corromperse, de deteriorarse. Era demasiado inmenso para que el cerebro pudiera asirlo, re­cordarlo; él sólo podía registrar mecánicamente la existencia de tal «estado» de incorruptibilidad. Experimentar un estado así es sumamente importante; ahí estaba, ilimitado, intocable, im­penetrable.

A causa de su incorruptibilidad había en ello belleza. No la belleza que se marchita ni la de algo producido por la mano del hombre, ni el mal con su belleza. Uno sentía que todo cuanto es esencial existe en su presencia y que, por lo tanto, ello era sagrado. Era una vida en la que nada podía perecer. La muerte es incorruptible pero el hombre hace una corrupción de ella, tal como es para él la vida.

En todo ello había ese sentido de poder, de fuerza tan só­lida como la de aquella montaña que nada puede quebrantar, un poder que jamás puede alcanzar ningún sacrificio, plegaria ni virtud.
Ahí estaba, inmenso, y ninguna onda de pensamiento podía corromperlo como a una cosa recordada. Estaba ahí, y eran sus ojos, su hálito los que estaban.

El tiempo, la pereza, corrompen. Ello debe de haber con­tinuado por un cierto periodo. Estaba amaneciendo y había rocío afuera sobre el automóvil y sobre el pasto. El sol no se había levantado aún, pero el agudo pico nevado se destacaba en el cielo azul grisáceo; era una mañana encantadora, sin una sola nube. Pero ello no duraría, era demasiado hermoso.

¿Por qué debe sucedernos todo esto? Ninguna explicación es suficientemente buena, aunque uno puede inventar una docena de ellas. Pero algunas cosas están bastante claras. 1. Uno debe ser por completo «indiferente» a ello, tanto cuando viene como cuando se va. 2. No debe haber deseo de continuar la experien­cia ni de almacenarla en la memoria. 3. Tiene que haber cierta sensibilidad física, una cierta indiferencia hacia el bienestar. 4. Tiene que existir una disposición autocrítica en el modo de abordar el hecho.

Pero aun si uno tiene todas estas cosas ‑casualmente, no mediante su cultivo deliberado‑ y además humildad, ni aun así ellas son suficientes. Es necesario algo por completo dife­rente, o nada es necesario; ello debe venir por si mismo, no se puede ir tras de ello haga uno lo que hiciere. Puede incluso añadirse el amor a la lista, pero eso está más allá del amor. Una cosa es cierta, el cerebro no puede jamás aprehenderlo ni contenerlo. Bienaventurado es aquel a quien ello es concedido. ‑Y uno también puede añadir a la lista un cerebro quieto, silencioso.

24

El proceso no ha sido tan intenso durante algunos días en que el cuerpo no ha estado bien; pero aunque débil, de vez en cuando uno puede sentir su intensidad. Es extraño como este proceso se ajusta por sí mismo a las circunstancias.

Ayer, paseando en auto a través del estrecho valle, en medio del ruido que producía un torrente que al costado de la húmeda carretera se abre paso en la montaña, ahí estaba esta bendición. Era muy poderosa, y todo se hallaba bañado por ella. Era parte de ella el ruido del torrente, y también contenía en si a la alta cascada que después se convertía en torrente. Era como la dulce lluvia que estaba cayendo, y uno se volvía completamente vulnerable; el cuerpo parecía haberse tornado tan leve como una hoja, tan expuesto y trémulo. Esto prosiguió durante el largo y refrescante paseo; la conversación se volvió monosilábica; la belleza de ello parecía algo increíble. Persistió durante todo el anochecer y, aunque hubo risas, se mantuvo la sólida, la im­penetrable seriedad.

Al despertar temprano esta mañana, cuando el sol todavía se encontraba bajo el horizonte, el éxtasis de esta seriedad lle­naba el corazón y el cerebro, y había en todo ello un sentido de inmutabilidad.

Mirar es importante. Nosotros miramos a las cosas inmediatas y, en función de las necesidades inmediatas, miramos al futuro; que está coloreado por el pasado. Nuestro ver es muy restringido y nuestros ojos están acostumbrados a las cosas cer­canas. Nuestro mirar está atado por el tiempo‑espacio, tal como lo está nuestro cerebro. Nunca miramos, nunca vemos más allá de esta limitación; no sabemos cómo mirar a través y más allá de estas fragmentarias fronteras. Pero los ojos tienen que es más allá de ellas penetrándolas profunda y extensamente, sin preferencia alguna, sin buscar refugio; tienen que transponer las fronteras de hechura humana constituidas por las ideas y los valores, y ver más allá del amor.

Entonces hay una bendición que ningún dios puede dar.

25

Pese a la reunión (la primera de las nueve pláticas ofrecidas en Sannen, el pueblo cercano a Gstaad), el proceso continúa, algo más suave­mente pero continúa.

Uno despertó esta mañana más bien temprano, con la sen­sación de que la mente había penetrado en profundidades des­conocidas. Era como si la propia mente hubiera penetrado dentro de sí misma, muy lejos y a gran profundidad, y el viaje parecía haberse realizado sin movimiento alguno. Y esta experiencia de inmensidad se daba con una plenitud y riqueza incorruptibles.

Es extraño que si bien cada experiencia, cada estado es por completo diferente, se trata, no obstante, del mismo movimiento; aunque parezca cambiar es, sin embargo, lo inmutable.

26

El proceso continuó en toda la tarde de ayer y fue bastante doloroso. Caminando en la profunda sombra de una montaña, junto al ruidoso torrente, en plena intensidad del proceso uno se sintió enteramente vulnerable, desnudo y muy expuesto; ape­nas si parecía existir. Y era profundamente conmovedora la belleza de la montaña cubierta de nieves sostenida en la copa de dos oscuras laderas de cerros curvilíneos poblados de pinos.

Temprano en la mañana, cuando el sol aun no se había levantado y el rocío cubría la hierba, acostado todavía en la cama quietamente, sin pensamiento alguno, sin ningún movi­miento, había un ver que no era el ver superficial con los ojos, sino un ver a través de los ojos desde detrás de la cabeza. Los ojos y el ver desde detrás de la cabeza eran sólo el instru­mento a través del cual el inmensurable pasado veía dentro del espacio inmensurable y sin tiempo. Y más tarde, aún en la cama, había un ver que parecía contener en sí toda la vida.

Qué fácil es engañarse uno mismo, proyectar estados que se desean y experimentarlos realmente, en especial cuando implican placer. No hay ilusión ni engaño cuando no existe el deseo, consciente o inconsciente, de experiencias de ninguna clase, cuando uno es por completo indiferente al ir y venir de toda experiencia, cuando uno no pide absolutamente nada.

27

Era un bello paseo en automóvil a través de dos valles dife­rentes, en lo alto de un paso; las inmensas rocas montañosas, las fantásticas formas y curvas, su soledad y grandeza, y muy lejos la verde, sesgada montaña, impresionaban al cerebro, que permanecía silencioso. Mientras viajábamos, la extraña intensi­dad y la belleza de estos muchos días se tornaban más y más apremiantes en uno. Y el otro también lo sintió.

Al despertar temprano en la mañana, esa bendición y esa fuerza estaban ahí y el cerebro se daba cuenta de ellas como se da cuenta de un perfume, pero no eran una sensación, una emoción; simplemente, estaban ahí. Haga uno lo que haga, es­tarán siempre ahí; no hay nada que uno pueda hacer al res­pecto.

Esta mañana hubo una plática, y durante la plática el cerebro que reacciona, que piensa, que construye, permaneció ausente. El cerebro no estuvo funcionando excepto, probablemente, para recordar las palabras.

28

Ayer paseamos a lo largo del camino favorito que está junto al ruidoso torrente, en el estrecho valle de oscuros pinos, campos florecidos y en la distancia la maciza montaña cubierta de nieve y la cascada. Era un paseo encantador, pacífico y refrescante. Fue allí, mientras caminábamos, que advino esa sagrada bendición; era algo que casi podía palparse, y muy profundamente dentro de uno había movimientos de cambio. Era un atardecer de encantamiento y de belleza que no pertenecían a este mundo. Estaba ahí lo inmensurable y, por consiguiente, estaba el silencio.

Esta mañana uno despertó temprano para registrar que el proceso era intenso, y desde detrás de la cabeza, proyectándose hacia adelante a través de ella como una flecha, con ese sonido peculiar que ésta produce cuando vuela por el aire, había una fuerza, un movimiento que venia desde ninguna parte e iba hacia ninguna parte. Y había un sentido de inmensa estabilidad y una «dignidad» inaccesible. Y una austeridad que ningún pen­samiento podría formular, y con ella una pureza de infinita dulzura. Todas éstas son meras palabras y por eso jamás podrán representar lo real; el símbolo nunca es lo real, y el símbolo en si carece de valor.

El proceso continuó toda la mañana y una copa que no tenía altura ni profundidad parecía estar llena hasta el desborda­miento.

29

Después de haber visto a algunas personas, cuando éstas se fueron uno sintió como si estuviera suspendido entre dos mun­dos. Y pronto retornó el mundo del proceso y de esa inextin­guible intensidad. ¿Por qué esta separación? Las personas que uno vio no eran serias, al menos ellas pensaban que eran serias pero sólo lo eran de un modo superficial. Uno no podía entre­garse por completo y de ahí nuevamente este sentimiento de no encontrarse en el hogar pero, pese a ello, fue una rara ex­periencia.

Estábamos conversando y alguien señaló una pequeña por­ción del torrente que asomaba entre los árboles. Era una vista común, un incidente cotidiano, pero mientras uno miraba ocu­rrieron varias cosas, no acontecimientos externos sino una clara y nítida percepción. Para que la madurez exista es absoluta­mente necesario que haya: 1. Completa sencillez que acompaña a la humildad, no en cosas o en posesiones sino en la cualidad del ser. 2. Pasión, con esa intensidad que no es solamente física. 3. Belleza; no sólo la sensibilidad a la realidad externa, sino sensibilidad a esa belleza que está más allá y por encima de todo pensamiento y sentimiento. 4. Amor; la totalidad del amor, no esa cosa que conoce los celos, el apego, la dependencia; no eso que se divide en carnal y divino. La total inmensidad del amor. 5. Y la mente que pueda seguir y que pueda penetrar sin mo­tivo, sin propósito alguno en sus propias inmensurables profundidades; la mente que no tiene límite, que es libre para moverse sin el tiempo‑espacio.

Súbitamente uno se dio cuenta de todo esto y de lo que implicaba cuanto en ello estaba envuelto; apenas la simple vista de un torrente entre ramas y hojas marchitas en un día triste y lluvioso.

Mientras conversábamos, sin razón alguna porque aquello de que hablábamos no era muy serio, desde ciertas inaccesibles profundidades uno sintió de pronto esta inmensa llama de poder, destructivo en su creación. Era el poder que existía antes de que todas las cosas nacieran; era inaccesible, y por su misma fuerza uno no podía acercarse a él. Nada existe sino esa única cosa. Inmensidad y temor reverente.

Parte de esta experiencia debe de haber «continuado» du­rante el sueño, porque al despertar temprano esta mañana, ahí estaba, y a uno lo había despertado la intensidad del proceso. Eso está más allá de todo pensamiento y de las palabras que pu­dieran describir lo que ocurre, la maravilla de ello, y el amor, la belleza de ello. No hay imaginación que pueda jamás conce­bir todo esto, ni se trata de una ilusión; su fuerza y su pureza no son para una mente‑cerebro llena de ficciones. Eso está más allá y por encima de todas las facultades del hombre.

30

Fue un día nublado, un día cargado de oscuras nubes; había llovido en la mañana y el tiempo se volvió frío. Después de un paseo conversábamos, pero más mirábamos la belleza de la tierra, las casas y los oscuros árboles.

Inesperadamente, hubo un relámpago de esa fuerza, de ese poder inaccesible que era físicamente quebrantador. El cuerpo quedaba helado en su inmovilidad, y uno tenía que cerrar los ojos para no desmayarse. Era algo que destrozaba completa­mente, y todo cuanto era parecía no existir. La inmovilidad de esa fuerza y la energía destructiva que la acompañaba, quema­ban las limitaciones de la visión y el sonido. Era algo indescrip­tiblemente grande cuya altura y profundidad son incognoscibles.

Esta mañana temprano, justo cuando amanecía, sin una sola nube en el cielo y con las nevadas montañas nítidamente visi­bles, uno despertó con ese sentimiento de impenetrable fuerza en los ojos y en la garganta; parecía ser un estado palpable, algo que nunca podría dejar de existir. Ahí estuvo por cerca de una hora y el cerebro permaneció vacío. No era una cosa que pu­diera ser atrapada por el pensamiento y almacenada en la memoria para recordarla. Estaba ahí y todo pensamiento había muerto. El pensamiento es funcional, sólo es útil en ese do­minio; el pensamiento no podía pensar acerca de eso porque el pensamiento es tiempo, y eso estaba más allá de todo tiempo y medida. El pensamiento, el deseo no podían buscar la conti­nuación de ello o su repetición, porque el pensamiento, el deseo, estaban por completo ausentes. ¿Qué es, entonces, lo que re­cuerda para escribir esto? Meramente un registro mecánico, pero el registro, la palabra, no es la cosa.

El proceso continúa, más suavemente, tal vez a causa de las pláticas y también porque hay un límite más allá del cual el cuerpo estallaría. Pero ello está ahí, persistente e insistente.

31

Caminando a lo largo del sendero que seguía el rápido to­rrente, con un tiempo fresco y agradable y con mucha gente alrededor, estaba esa bendición tan suave como las hojas, y había en ella una danzarina alegría. Pero más allá y a través de ella estaban esa inmensa, sólida fuerza y ese poder inacce­sible. Uno sentía que tras de ello existía una inmensurable, insondable profundidad. Ahí estaba, a cada paso, con apremio y, sin embargo, con infinita «indiferencia». Tal como una presa grande y alta retiene el río formando un vasto lago de muchas millas, así era esta inmensidad.

Pero a cada instante había destrucción; no la destrucción para producir un nuevo cambio ‑el cambio nunca es nuevo‑ sino la destrucción total de lo que ha sido de modo que ya nunca pueda ser. No había violencia en esta destrucción; la violencia existe en el cambio, en la revolución, en la sumisión, en la dis­ciplina, en el control y dominio, pero aquí la violencia en cual­quiera de sus formas y de sus diferentes nombres, había cesado totalmente. Esta destrucción es creación.

Pero la creación no es paz. La paz y el conflicto pertenecen al mundo del cambio y del tiempo, al movimiento externo e interno de la existencia, pero esto no era del tiempo ni de ningún movimiento en el espacio. Ello es pura y absoluta des­trucción, y sólo entonces lo «nuevo» puede ser.

Al desertar en la mañana esta esencia estaba ahí; debe de haber estado toda la noche, y al desertar parecía llenar la cabeza y el cuerpo entero. Y el proceso continúa suavemente. Uno tiene que hallarse solo y quieto, entonces está ahí. Mientras uno escribe esa bendición está presente, como la suave brisa entre las hojas.









Nueva York, 1961