28/4/08

Parar el mundo, por Carlos Castaneda






Al día siguiente, apenas desperté, me puse a interro­gar a don Juan. Estaba cortando leña atrás de su casa, pero don Genaro no se veía por ningún lado. Dijo que no había nada de qué hablar. Señalé que yo había logrado conservar la calma y había obser­vado a don Genaro "nadar en el piso" sin querer ni pedir explicación alguna, pero mi contestación no me había ayudado a entender lo que pasaba. Luego, tras la desaparición del coche, me encerré automá­ticamente en la búsqueda de una explicación lógica, pero eso tampoco me ayudó. Dije a don Juan que mi insistencia en hallar explicaciones no era algo que yo mismo hubiese inventado arbitrariamente, nada más para ponerme difícil, sino algo tan honda­mente enraizado en mí que sobrepujaba cualquier otra consideración.

-Es como una enfermedad -dije.
-No hay enfermedades -repuso don Juan con toda calma-. Sólo hay idioteces. Y tú te haces el idiota al tratar de explicarlo todo. Las explicaciones ya no son necesarias en tu caso.

Insistí en que sólo me era posible funcionar bajo condiciones de orden y comprensión. Le recordé que yo había cambiado radicalmente mi personalidad du­rante el tiempo de nuestra relación, y que la condición que hizo posible tal cambio fue que pude expli­carme las razones detrás de él.

Don Juan rió suavemente. Estuvo callado largo rato.

-Eres muy listo -dijo por fin-. Regresas a don­de siempre has estado. Pero esta vez se te acabó el juego. No tienes a dónde regresar. Ya no voy a ex­plicarte nada. Lo que Genaro te hizo ayer se lo hizo a tu cuerpo; entonces, que tu cuerpo decida qué es qué.

El tono de don Juan era amistoso, pero inusitada­mente despegado, y eso me hizo sentir una soledad avasallante. Expresé mis sentimientos de tristeza. Él sonrió. Sus dedos apretaron suavemente la parte su­perior de mi mano.

-Los dos somos seres que van a morir -dijo con suavidad-. Ya no hay más tiempo para lo que ha­cíamos antes. Ahora debes emplear todo el no-hacer que te he enseñado, y parar el mundo.

Volvió a apretarme la mano. Su contacto era firme y amigable; reafirmaba su preocupación y su afecto por mí, y al mismo tiempo me daba la impresión de un propósito inflexible.

-Éste es mi gesto que tengo contigo -dijo, prolongando un instante el apretón de mano-. Ahora debes irte solo a esas montañas amigas -señaló con la barbilla la distante cordillera hacia el sureste.

Dijo que yo debía permanecer allí hasta que mi cuerpo me dijera que ya era bastante, y luego volver a su casa. No quería que yo dijese nada ni esperase más tiempo, y me lo hizo saber empujándome con gentileza en dirección del coche.

-¿Qué debo hacer allí? -pregunté.

En vez de responder me miró, meneando la cabeza, -ya estuvo bueno -dijo al fin. Luego señaló con el dedo hacia el, sureste.

-Ándale -dijo, cortante.

Fui hacia el sur y luego hacia el este, siguiendo los caminos que siempre había tomado al viajar con don Juan. Estacioné el coche cerca del sitio donde la brecha terminaba, y luego seguí un sendero conocido hasta llegar a una alta meseta. No tenía idea de qué hacer allí. Empecé a pasearme, buscando un sitio de reposo. De pronto advertí un pequeño espacio a mi izquierda. La composición química del suelo parecía ser distinta en dicho sitio, pero cuando enfoqué allí los ojos no vi nada que explicase la diferencia. Pa­rado a corta distancia, traté de "sentir", como don Juan me recomendaba siempre.

Quedé inmóvil cosa de una hora. Mis pensamien­tos empezaron a disminuir gradualmente, hasta que ya no hablaba conmigo mismo. Tuve entonces una sensación de molestia. Parecía confinada a mi estó­mago y se agudizaba cuando yo enfrentaba el sitio en cuestión. Me repelía y me sentí impelido a apar­tarme de él. Empecé a examinar el área con los ojos cruzados, y tras caminar un poco llegué a una gran roca plana. Me detuve frente a ella. No había en la roca nada en particular que me atrajera. No detec­té en ella ningún color ni brillo específico, pero me gustaba. Mi cuerpo se sentía bien. Experimenté una sensación de comodidad física y tomé asiento un rato.

Todo el día vagué por la meseta y las montañas circundantes, sin saber qué hacer ni qué esperar. Al oscurecer volví a la roca plana. Sabía que pasando allí la noche estaría a salvo.

Al día siguiente me adentré más en las montañas, hacia el este. Al atardecer llegué a otra meseta, toda­vía más alta. Me pareció haber estado allí antes. Miré en torno para orientarme, pero no pude reconocer ninguno de los picos circundantes. Tras elegir con cuidado un sitio, me senté a descansar al borde de un área yerma y rocosa. Allí sentía tibieza y tran­quilidad. Quise sacar comida de mi guaje, pero es­taba vacío. Bebí un poco de agua. Estaba tibia y aceda. Pensé que no me quedaba más que volver a casa de don Juan, y empecé a preguntarme si debería iniciar de una vez mi camino de regreso. Me acosté bocabajo y apoyé la cabeza en el brazo. Inquieto, cambié varias veces de postura, hasta hallarme de cara al oeste. El sol ya descendía. Mis ojos estaban cansa­dos. Miré el suelo y vi un gran escarabajo negro. Salió detrás de una piedra, empujando una bola de estiércol dos veces más grande que él. Seguí sus, movi­mientos durante largo rato. El insecto parecía ajeno a mi presencia y seguía empujando su carga sobre rocas, raíces, depresiones y protuberancias. Hasta don­de yo sabía, el escarabajo no se daba cuenta de que yo estaba allí. Se me ocurrió la idea de que yo no podía estar seguro de que el insecto no tuviera con­ciencia de mí; esa idea desató una serie de evalua­ciones racionales con respecto a la naturaleza del mundo del insecto, en contraposición con el mío. El escarabajo y yo estábamos en el mismo mundo, y ob­viamente el mundo no era el mismo para ambos. Me concentré en observarlo, maravillado de la fuerza titánica que necesitaba para transportar su carga por rocas y por grietas.

Largo tiempo observé al insecto, y entonces me di cuenta del silencio en torno. Sólo el viento sil­baba entre las ramas y hojas del matorral. Alcé la vista, me volví a la izquierda en forma rápida e in­voluntaria, y alcancé a ver una leve sombra, o un cintilar, sobre una roca cercana. Al principio no pres­té atención, pero luego me di cuenta de que el cintilar había estado a mi izquierda. Me volví de nuevo, sú­bitamente, y pude percibir con claridad una sombra en la roca. Tuve la extraña sensación de que la som­bra se deslizó inmediatamente al suelo y la tierra la absorbió como un secante chupa una mancha de tin­ta. Un escalofrío recorrió mi espalda. Por mi mente cruzó la idea de que la muerte nos observaba a mí y al escarabajo.

Busqué de nuevo al insecto, pero no pude hallarlo. Pensé que debía haber llegado a su destino y arroja­do su carga a un agujero. Apoyé el rostro contra una roca lisa.

El escarabajo surgió de un hoyo profundo y se detuvo a pocos centímetros de mi cara. Parecía mi­rarme, y por un instante sentí que cobraba con­ciencia de mi presencia, tal vez como yo advertía la presencia de mi muerte. Experimenté un estremeci­miento. El escarabajo y yo no éramos tan distintos, después de todo. La muerte, como una sombra, nos acechaba a ambos detrás del peñasco. Tuve un ex­traordinario momento de júbilo. El escarabajo y yo estábamos a la par. Ninguno era mejor que el otro. Nuestra muerte nos igualaba.

Mi júbilo y mi alegría fueron tan grandes que eché a llorar. Don Juan tenía razón. Siempre había tenido razón. Yo vivía en un mundo lleno de misterio y, como todos los demás, era un ser lleno de misterio, y sin embargo no tenía más importancia que un es­carabajo. Me sequé los ojos y, al frotarlos con el dorso de la mano, vi un hombre, o algo con figura huma­na. Se hallaba a mi derecha, a unos cincuenta metros de distancia. Me senté, erguido, y me esforcé por mirar. El sol estaba casi en el horizonte y su resplan­dor amarillo me impedía tener una visión clara. En ese instante oí un rugido peculiar. Era como el so­nido de un distante aeroplano a reacción. Cuando me concentré en él, el rugido aumentó hasta ser un agu­do zumbar metálico, y luego, suavizándose, se volvió un sonido hipnótico, melodioso. La melodía era como la vibración de una corriente eléctrica. La imagen que acudió a mi mente fue la de que dos esferas electrizadas se unían, o dos bloques cúbicos de metal eléctrico se frotaban entre sí y, al estar perfectamente nivelados el uno con el otro, se detenían con un gol­pe. Nuevamente me esforcé por ver si podía distinguir a la persona que parecía esconderse de mí, pero no detecté sino una forma oscura contra los arbustos. Puse las manos sobre los ojos formando una visera. En ese instante cambió el brillo del sol y advertí que sólo veía una ilusión óptica, un juego de sombras y follaje.

Aparté los ojos y vi un coyote que cruzaba el campo en trote calmoso. Estaba cerca del sitio donde yo creía haber visto al hombre. Recorrió unos cincuenta me­tros en dirección sur y luego se detuvo, dio la vuelta y empezó a caminar hacia mí. Di unos gritos para asustarlo, pero siguió acercándose. Tuve un momento de aprensión. Pensé que tal vez estaba rabioso y hasta se me ocurrió juntar piedras para defenderme en caso de un ataque. Cuando el animal estuvo a tres o cuatro metros de distancia, noté que no se hallaba agi­tado en forma alguna; al contrario, parecía tran­quilo y sin temores. Amainó su paso, deteniéndose a un metro o metro y medio de mí. Nos miramos, y el coyote se acercó más aún. Sus ojos pardos eran amistosos y límpidos. Me senté en las rocas y el co­yote se detuvo, casi tocándome. Yo estaba atónito. Jamás había visto tan de cerca a un coyote salvaje, y lo único que se me ocurrió entonces fue hablarle. Lo hice como si hablara con un perro amistoso. Y en­tonces me pareció que el coyote me respondía. Tuve una absoluta certeza de que había dicho algo. Me sentí confuso, pero no hubo tiempo de ponderar mis sentimientos, porque el coyote volvió a "hablar". No era que el animal pronunciase palabras como las que suelo escuchar en voces humanas; más bien yo "sen­tía" que estaba hablando. Pero no era tampoco la sensación que uno tiene cuando una mascota parece comunicarse con su amo. El coyote en verdad decía algo; trasmitía un pensamiento y esa comunicación se producía a través de algo muy similar a una frase. Yo había dicho: "¿Cómo estás, coyotito?" y creí oír que el animal respondía: "Muy bien, ¿y tú?" Luego el coyote repitió la frase y yo me levanté de un salto. El animal no hizo un solo movimiento. Ni siquiera lo alarmó mi repentino brinco. Sus ojos seguían cla­ros y amigables. Se echó y, ladeando la cabeza, pre­guntó: "¿Por qué tienes miedo?" Me senté frente a él y llevé a cabo la conversación más extraña que jamás había tenido. Finalmente, me preguntó qué ha­cía yo allí y le dije que había venido a "parar el mundo". El coyote dijo "¡Qué bueno!" y entonces me di cuenta de que era un coyote bilingüe. Los sustantivos y verbos de sus frases eran en inglés, pero las conjunciones y exclamaciones eran en español. Cruzó por mi mente la idea de que me hallaba en presencia de un coyote chicano. Eché a reír ante lo absurdo de todo eso, y reí tanto que casi me puse histérico. En­tonces, la imposibilidad de lo que estaba pasando me golpeó de lleno y mi mente se tambaleó. El coyote se incorporó y nuestros ojos se encontraron. Miré los suyos fijamente. Sentí que me jalaban, y de pronto el animal se hizo iridiscente; empezó a resplandecer. Era como si mi mente reprodujese la memoria de otro suceso que había tenido lugar diez años antes, cuan­do, bajo la influencia del peyote, presencié la meta­morfosis de un perro común en un inolvidable ser de iridiscencia. Era como si el coyote hubiera provocado el recuerdo, y la imagen de aquel suceso anterior, invocada, se superpusiera a la forma del coyote; el coyote era un ser fluido, líquido, luminoso. Su lumi­nosidad deslumbraba. Quise proteger mis ojos cu­briéndolos con las manos, pero no podía moverme. El ser luminoso me tocó en alguna parte indefinida de mí mismo y mi cuerpo experimentó una tibieza y un bienestar indescriptibles, tan exquisitos que el toque parecía haberme hecho estallar. Me transfiguré. No podía sentir los pies, ni las piernas, ni parte al­guna de mi cuerpo, pero algo me sostenía erecto.

No tengo idea de cuánto tiempo permanecí en esa posición. Mientras tanto, el coyote luminoso y el mon­te donde me hallaba se disolvieron. No había ideas ni sentimientos. Todo se había desconectado y yo flotaba libremente.

De súbito, sentí que mi cuerpo era golpeado, y luego envuelto por algo que me encendía. Tomé conciencia entonces de que el sol brillaba sobre mí. Yo distinguía vagamente una cordillera distante hacia el occidente. El sol casi se ocultaba en el horizonte. Yo lo miraba de frente, y entonces vi las "líneas del mun­do". Percibí en verdad una extraordinaria profusión de líneas blancas, fluorescentes, que se entrecruzaban en todo mi alrededor. Por un momento pensé que tal vez se trataba del sol refractado por mis pestañas. Parpadee y volví a mirar. Las líneas eran constantes, y se superponían a todo cuanto había en torno, o lo atravesaban. Me di vuelta y examiné un mundo insó­litamente nuevo. Las líneas eran visibles y constantes aunque yo no diera la cara al sol.

Me quedé allí en estado de éxtasis, durante lo que pareció un tiempo interminable; todo debe haber du­rado sólo unos minutos, acaso únicamente el tiempo que el sol brilló antes de llegar al horizonte, pero para mí fue la eternidad. Sentía que algo tibio y confor­tante brotaba del mundo y de mi propio cuerpo. Supe haber descubierto un secreto. Era tan sencillo. Experimentaba un torrente desconocido de sentimien­tos. Nunca en toda mi vida había tenido tal euforia divina, tal paz, tan amplio alcance, y sin embargo no me era posible traducir el secreto a palabras, ni siquiera a pensamientos, pero mi cuerpo lo conocía.

Luego me dormí o me desmayé. Cuando volví a cobrar conciencia de mí, yacía sobre las rocas. Me puse de pie. El mundo era como yo siempre lo había visto. Estaba oscureciendo, y automáticamente inicié el regreso hacia mi coche.

Don Juan estaba solo en la casa cuando llegué a la mañana siguiente. Le pregunté por don Genaro y dijo que andaba por allí, haciendo un mandado. In­mediatamente empecé a narrarle las extraordinarias experiencias que tuve. Escuchó con obvio interés.

-Sencillamente has parado el mundo -comentó cuando hube terminado mi recuento.

Quedamos un rato en silencio y luego don Juan dijo que yo debía dar las gracias a don Genaro por ayudarme. Parecía inusitadamente contento conmigo. Me palmeó la espalda repetidas veces, chasqueando la lengua.

-Pero es inconcebible que un coyote hable -dije.
-Eso no fue hablar -repuso don Juan.
-¿Qué era entonces?
-Tu cuerpo entendió por vez primera. Pero fa­llaste de reconocer que, por principio de cuentas, no era un coyote, y que ciertamente no hablaba como hablamos tú y yo.
-¡Pero el coyote de veras hablaba, don Juan!
-Mira quién es ahora el que dice idioteces. Des­pués de tantos años de aprendizaje, deberías tener más conocimiento. Ayer paraste el mundo, y a lo mejor hasta viste. Un ser mágico te dijo algo, y tu cuerpo fue capaz de entenderlo porque el mundo se había derrumbado.
-El mundo era como es hoy, don Juan.
-No. Hoy los coyotes no te dicen nada, ni puedes ver las líneas del mundo. Ayer hiciste todo eso sim­plemente porque algo se paró dentro de ti.
-¿Qué cosa fue?
-Lo que se paró ayer dentro de ti fue lo que la gente te ha estado diciendo que es el mundo. Verás, desde que nacemos la gente nos dice que el mundo es así y asá, y naturalmente no nos queda otro remedio que ver el mundo en la forma en que la gente nos ha dicho que es.

Nos miramos.

-Ayer el mundo se hizo como los brujos te dicen que es -prosiguió-. En ese mundo hablan los coyo­tes y también los venados, como te dije una vez, y también las víboras de cascabel y los árboles y todos los demás seres vivientes. Pero lo que quiero que aprendas es ver. A lo mejor ahora ya sabes que el ver ocurre sólo cuando uno se cuela entre los mundos, el mundo de la gente común y el mundo de los brujos. Ahora estás justito en medio de los dos. Ayer creíste que el coyote te hablaba. Cualquier brujo que no ve creería lo mismo, pero alguien que ve sabe que creer eso es quedarse atorado en el reino de los brujos. De la misma manera, no creer que los coyotes hablan es estar atorado en el reino de la gente común.
-¿Quiere usted decir, don Juan, que ni el mundo de la gente común ni el mundo de los brujos son reales?
-Son mundos reales. Pueden actuar sobre ti. Por ejemplo, podrías haberle preguntado a ese coyote cualquier cosa que quisieras saber, y él se habría obligado a responderte. Lo único triste es que los co­yotes no son de fiar. Son embusteros. Es tu destino no tener un compañero animal de confianza.

Don Juan explicó que el coyote sería mi compañe­ro toda la vida y que, en el mundo de los brujos, tener un amigo coyote no era un estado de cosas muy de desear. Dijo que habría sido ideal que yo hablara con una serpiente de cascabel, pues son compañeras estupendas.

-Yo en tu lugar -añadió- jamás me fiaría de un coyote. Pero tú eres distinto y a lo mejor hasta te haces brujo coyote.
-¿Qué es un brujo coyote?
-Uno que saca muchas cosas de sus hermanos coyotes.

Quise seguir haciendo preguntas, pero me detuvo con un gesto.

-Has visto las líneas del mundo -dijo-. Has vis­to un ser luminoso. Ya casi estás listo para encon­trarte con el aliado. Por supuesto, sabes que el hom­bre a quien viste en el matorral era el aliado. Oíste su rugido como el sonar de un avión de chorro. Te estará esperando a la orilla de un llano, un llano al que yo mismo te llevaré.

Guardamos silencio largo rato. Don Juan tenía las manos entrelazadas por encima del estómago. Sus pul­gares se movían casi imperceptiblemente.

-También Genaro tendrá que ir con nosotros a ese valle -dijo de pronto-. Es el que te ha ayudado a parar el mundo.

Don Juan me miró con ojos penetrantes.

-Voy a decirte una cosa más -dijo, y rió-. Ya realmente no importa. El otro día, Genaro nunca movió tu carro del mundo de la gente común. Nada más te forzó a mirar el mundo como los brujos, y tu coche no estaba en ese mundo. Genaro quiso ablan­dar tu certeza. Sus payasadas hablaron a tu cuerpo acerca de lo absurdo que es tratar de entenderlo todo. Y cuando voló su papalote casi viste. Hallaste tu co­che y estabas en los dos mundos. La razón de que casi se nos reventaran las tripas de tanto reír fue que tú de veras pensabas que nos estabas trayendo de donde creíste hallar tu coche.
-¿Pero cómo me forzó a ver el mundo como los brujos?
-Yo estaba con él. Los dos conocemos ese mundo Ya conociéndolo, lo único que se necesita para pro­ducirlo es usar ese otro anillo de poder que te he di­cho que los brujos tienen. Genaro puede hacerlo con la misma facilidad con la que mueve los dedos. Te tuvo ocupado volteando piedras para distraer tus pen­samientos y permitir que tu cuerpo viera.

Le dije que los sucesos de los tres últimos días ha­bían causado algún daño irreparable a mi idea del mundo. Dije que, durante los diez años que llevaba de verlo, jamás había experimentado una sacudida tal, ni siquiera las veces que ingerí plantas psicotró­picas.

-Las plantas de poder son sólo una ayuda -dijo don Juan-. Lo de verdad es cuando el cuerpo se da cuenta de que puede ver. Sólo entonces somos capa­ces de saber que el mundo que contemplamos cada día no es nada, más que una descripción. Mi inten­ción ha sido mostrarte eso. Desgraciadamente, te que­da muy poco tiempo antes de que el. aliado te salga al paso.
-¿Tiene que salirme al paso?
-No hay manera de evitarlo. Para ver hay que aprender la forma en que los brujos miran el mundo; por eso hay que llamar al aliado, y una vez que se le llama, viene.
-¿No podía usted enseñarme a ver sin llamar al aliado?
-No. Para ver hay que aprender a mirar el mun­do en alguna otra forma, y la única otra forma que conozco es la del brujo.









en Viaje a Ixtlán (capítulo xix), 1972













22/4/08

El Árbol Sagrado de Kum Bum, por H. P. Blavatsky

The Theosophist, marzo de 1883
Hace 37 años, dos misioneros lazaristas valientes, miembros de la Misión Católica Romana establecida en Pekín, emprendieron la hazaña desesperada de penetrar en el territorio del Tíbet, llegando hasta Lhasa, para predicar el cristianismo entre los budistas “sumidos en la ignorancia”. Se llamaban Huc y Gabet; la narrativa de su viaje muestra su valentía y entusiasmo extremos. El volumen más interesante apareció en París, hace más de 30 años y, desde entonces, se tradujo al inglés dos veces. En esta coyuntura no nos importan sus méritos generales; sino que limitaremos nuestra consideración a la parte del libro ( Vol. II, pago 84, de la edición americana de 1852) donde el autor, Huc, describe el maravilloso "Árbol de las diez mil Imágenes", que ellos vieron en la Lamasería o Monasterio de Kum Bum o Koun Boum. Huc nos dice que, según la leyenda tibetana, cuando la madre de Tsong-Ka-pa, el famoso reformador budista, lo entregó a la vida religiosa, siguiendo la tradición: "cortó su pelo y lo arrojó. Donde cayó, nació un árbol, cuyas hojas llevaban inscritos caracteres tibetanos". La traducción inglesa de Hazlitt (Londres 1856) es más literal (aunque no sea la exacta) versión del original. Sin embargo, hemos entresacado ( Pag.324-6.) los siguientes particulares interesantes:
Sobre cada una de las hojas, transpiraban caracteres tibetanos bien formados. Todos eran verdes, algunos más oscuros y algunos más claros que la hoja misma. Nuestra primera impresión fue sospechar un fraude por parte de los Lamas; pero, al examinar minuciosamente todo detalle, no pudimos descubrir el más mínimo engaño. A nuestro juicio, todos los caracteres nos parecieron parte integrante de la hoja, recorridos por las mismas venas y nervios. La posición no era la misma en todas. En unas hojas los caracteres se encontraban en la parte superior, en otras en el medio y, en otras más, en la base o a un lado. Las hojas más jóvenes representaban los caracteres sólo en un estado de formación parcial. También la corteza y las ramas, que se parecen a las de un árbol ordinario, están cubiertas con estos caracteres. Si se remueve un trozo de la vieja corteza, la nueva, que está detrás, exhibe los bosquejos individuales de los caracteres en un estado embrionario y, lo que es particular, a menudo, estos nuevos caracteres son distintos de los que remplazan. A nuestro juicio, el árbol de las Diez mil Imágenes era vetusto. Su tronco, que tres hombres casi no podían abrazar, no supera los ocho pies. Las ramas, en lugar de crecer hacia arriba, se expanden en la forma de un penacho de plumas particularmente densas, algunas están muertas. Las hojas son siempre verdes y la madera, que es de un tinte rojizo, emite un aroma exquisito, similar a la canela. Los Lamas nos informaron que, durante el verano, alrededor de la octava luna, el árbol produce flores rojas gigantescas y extremadamente hermosas.

El mismo abate Huc, describe lo antedicho más enfáticamente. "Estas letras son tan perfectas que los caracteres tipográficos de Didot, no tienen nada que las supere". Que el lector tenga presente tal afirmación, porque tendremos ocasión de recurrir a ella. El vio en las hojas, no sólo simples letras; sino: "oraciones religiosas"… ¡que la naturaleza había auto impreso en la clorofila, en las células y en la fibra de madera! La superficie, interna y externa, estrato tras estrato, de las hojas, de las ramas y del tronco, estaban inscritos por las letras maravillosas y no había dos caracteres idénticos, superpuestos. "No se imaginen que estos estratos sobrepuestos repiten la misma impresión. Al contrario; ya que, al levantar cada hoja, se nos presenta un tipo distinto. ¿Cómo es posible, entonces, sospechar un fraude? Me he esmerado, en esa dirección, para descubrir la más mínima huella de asechanza humana y mi mente, desconcertada, no pudo encontrar la más pequeña sospecha". ¿Quién dice esto? Un devoto misionero cristiano que fue intencionalmente al Tíbet con el objeto de probar que el Budismo era falso y el Cristianismo verdadero; por lo tanto, se hubiera aferrado, ansiosamente, a la más mínima prueba que corroborase su posición, exhibiéndola delante de los oriundos. En Tíbet, él vio otras maravillas y las describe; aunque la edición americana las omite y algunos de sus críticos ortodoxos más viscerales, las atribuyen al diablo. En Isis sin Velo, especialmente en el primer volumen, (versión inglesa), se describen y se discuten algunos de estos prodigios, tratando de mostrar su reconciliación con la ley natural.

El tema del árbol de Kum Bum ha vuelto a nuestra mente gracias a una reseña en la revista Nature, por A. H. Keane, sobre la Relación, recientemente publicada, de Herr Kreitner, acerca de la expedición al Tíbet en 1877-80, por parte del Conde Szechenyi, un noble húngaro. El grupo dio un paseo de Siningfu hasta el monasterio de Kum Bum: "con el propósito de verificar el relato extraordinario de Huc acerca del famoso árbol de Buda. No encontramos ninguna imagen [del Buda en las hojas] ni las letras, sino una sonrisa burlona en los labios del anciano sacerdote que nos guiaba. Al contestar a nuestras preguntas, nos dijo que, hace mucho tiempo, el árbol producía realmente hojas con la imagen de Buda; sin embargo, ahora, tal prodigio ocurría raramente. Sólo unos pocos hombres, favorecidos de Dios, tuvieron el privilegio de descubrir tales hojas". Para este testigo, lo antes dicho es suficiente: a un sacerdote budista, cuya religión le enseña que no hay personas favoritas por algún Dios, que no existe un ser tal que llamamos Dios que otorga favores y que cada ser humano cosecha lo que siembra, ni más ni menos, se le hace decir tal insensatez. ¡Esto muestra lo que vale el testimonio de este explorador para su adorada ciencia escéptica! Sin embargo, parece que hasta el sacerdote, con la sonrisa burlona, les haya dicho que los hombres buenos pueden ver y, en realidad, ven las maravillosas hojas con las letras; entonces, Herr Kreitner, a pesar de sus esfuerzos, avala, en lugar de desacreditar, la narrativa del abate Huc. Si nunca hubiéramos podido verificar, personalmente, la veracidad de la historia, deberíamos admitir que las probabilidades facilitan su aceptación; ya que los peregrinos han llevado las hojas del árbol Kum Bum a todo rincón del imperio chino (hecho reconocido aun por Herr Kreitner); por lo tanto, si todo el asunto era un fraude, los adversarios chinos contra el budismo, cuyo nombre es Legión, lo hubieran denunciado sin piedad. Además: la naturaleza ofrece muchas analogías que confirman lo descrito. Según se dice, ciertas conchas del Mar Rojo tienen impresas las letras del alfabeto hebraico y sobre ciertos saltamontes son visibles las del alfabeto inglés. Además en la revista The Theosophist, Vol. 11., pago 91, un corresponsal inglés traduce un relato de Sheffer, titulado Luz y más Luz, que habla de las características particulares de ciertas mariposas alemanas (Vanissa Atalanta) que llevan inscritas las cifras del año 1881. Los muebles de los entomólogos modernos pululan con ejemplares que muestran que la naturaleza produce, continuamente, animales con características miméticas, asumiendo el aspecto de vegetales. Por ejemplo: hay orugas que se parecen a la corteza de un árbol, al musgo o a ramas muertas, e insectos que no pueden distinguirse de las hojas verdes, etc. Hasta las rayas del tigre es mimetismo de los tallos de la hierba de la jungla donde él hace su guarida. Todos estos hechos separados contribuyen a que la historia de Huc del árbol Kum Bum, sea un hecho probable; ya que muestran que la misma naturaleza, sin intervención milagrosa, es capaz de producir vegetales en la forma de caracteres legibles. Esto es también el punto de vista de otro corresponsal de Nature, W. T. Thiselton Dyer, quien, en el número del 4 de Enero de esta estimable revista, después de sumar las pruebas, llega a la conclusión de que: "en el tiempo de Huc, hubo un árbol cuyas hojas llevaban inscritos ciertos caracteres, sin embargo, la imaginación del piadoso abate, lo indujo a asociarlos a las letras tibetanas". ¿Piadoso? Deberíamos recordar que su testimonio no procedía de un piadoso y crédulo budista tibetano, sino de un enemigo abierto de esa fe, M. Huc, quien se fue a Kum Bum para denunciar el fraude y que se esmeró "en esa dirección, para descubrir la más mínima huella de asechanza humana"; sin embargo, su mente desconcertada: "no pudo encontrar la más pequeña sospecha". Así, hasta que Herr Kreitner y Dyer puedan mostrar que el cándido motivo del Abate era el de mentir en detrimento de su religión, debemos exonerarlo de los acusados, considerándolo un testigo irrecusable e importante. Sí; el árbol de las letras tibetanas es un hecho, además, las inscripciones en las células de las hojas están en Sensar o el idioma sagrado usado por los Adeptos y, en su totalidad, constituyen todo el Dharma del budismo y la historia del mundo. En lo que atañe a alguna similaridad fantástica con caracteres alfabéticos reales, la confesión de Huc, según el cual son tan hermosamente perfectos: "que los caracteres tipográficos de Didot (famosa tipografía parisiense) no tienen nada que los supere", dirime la cuestión de manera perentoria. Con respecto a la aserción de Kreitner, que el árbol pertenece a la especie de lila, la descripción que Huc hace del color, de la fragancia de canela emitida por su madera, y de la forma de las hojas, lo confirman sin duda. Quizá, el viejo monje burlón conocía el mesmerismo común y "biologizó" al grupo del Conde Szechenyi, haciéndole ver y no ver, lo que a él se le antojaba, así como el difunto profesor Bushell hizo imaginar, a sus sujetos indos, cualquier cosa que él desease que vieran. De vez en cuando, uno incurre en tales "bromas".

Fotografía: H. P. Blavatsky y los Maestros Invisibles:

Kuthumi, El Morya, St. Germain

14/4/08

Extracción de la piedra de la locura, por Alejandra Pizarnik

Elles, les âmes (...), sont malades et elles souffrent et nul ne leur porte remède; elles sont blessées et brisés et nul ne les panse.
Ruysbroeck
La luz mala se ha avecinado y nada es cierto. Y si pienso en todo lo que leí acerca del espíritu... Cerré los ojos, vi cuerpos luminosos que giraban en la niebla, en el lugar de las ambiguas vecindades. No temas, nada te sobrevendrá, ya no hay violadores de tumbas. El silencio, el silencio siempre, las monedas de oro del sueño. Hablo como en mí se habla. No mi voz obstinada en parecer una voz humana sino la otra que atestigua que no he cesado de morar en el bosque. Si vieras a la que sin ti duerme en un jardín en ruinas en la memoria. Allí yo, ebria de mil muertes, hablo de mí conmigo sólo por saber si es verdad que estoy debajo de la hierba. No sé los nombres. ¿A quién le dirás que no sabes? Te deseas otra. La otra que eres se desea otra. ¿Qué pasa en la verde alameda? Pasa que no es verde y ni siquiera hay una alameda. Y ahora juegas a ser esclava para ocultar tu corona ¿otorgada por quién?, ¿quién te a ungido?, ¿quién te ha consagrado? El invisible pueblo de la memoria más vieja. Perdida por propio designio, has renunciado a tu reino por las cenizas. Quien te hace doler te recuerda antiguos homenajes. No obstante, lloras funestamente y evocas tu locura y hasta quisieras extraerla de ti como si fuese una piedra, a ella, tu solo privilegio. En un muro blanco dibujas las alegorías del reposo, y es siempre una reina loca que yace bajo la luna sobre la triste hierba del viejo jardín. Pero no hables de los jardines, no hables de la luna, no hables de la rosa, no hables del mar. Habla de lo que sabes. Habla de lo que vibra en tu médula y hace luces y sombras en tu mirada, habla del dolor incesante de tus huesos, habla del vértigo, habla de tu respiración, de tu desolación, de tu traición. Es tan oscuro, tan en silencio el proceso a que me obligo. Oh habla del silencio. De repente poseída por un funesto presentimiento de un viento negro que impide respirar, busqué el recuerdo de alguna alegría que me sirviera de escudo, o de arma de defensa, o aun de ataque. Parecía el Eclesiastés: busqué en todas mis memorias y nada, nada debajo de la aurora de dedos negros. Mi oficio (también en el sueño lo ejerzo) es conjurar y exorcizar. ¿A qué hora empezó la desgracia? No quiero saber. No quiero más que un silencio para mí y las que fui, un silencio como la pequeña choza que encuentran en el bosque los niños perdidos. Y qué sé yo qué ha de ser mí si nada rima con nada. Te despeñas. Es el sinfín desesperante, igual y no obstante contrario a la noche de los cuerpos donde apenas un manantial cesa aparece otro que reanuda el fin de las aguas. Sin el perdón de las aguas no puedo vivir. Sin el mármol final del cielo no puedo morir. En ti es de noche. Pronto asistirás al animoso encabritarse del animal que eres. Corazón de la noche, habla. Haberse muerto en quien se era y en quien se amaba, haberse y no haberse dado vuelta como un cielo tormentoso y celeste al mismo tiempo. Hubiese querido más que esto y a la vez nada. Va y viene diciéndose solo en solitario vaivén. Un perderse gota a gota el sentido de los días. Señuelos de conceptos. Trampas de vocales. La razón me muestra la salida del escenario donde levantaron una iglesia bajo la lluvia: la mujer-loba deposita a su vástago en el umbral y huye. Hay una luz tristísima de cirios acechados por un soplo maligno. Llora la niña loba. Ningún dormido la oye. Todas las pestes y las plagas para los que duermen en paz. Esta voz ávida venida de antiguos plañidos. Ingenuamente existes, te disfrazas de pequeña asesina, te das miedo frente al espejo. Hundirme en la tierra y que la tierra se cierre sobre mí. Éxtasis innoble. Tú sabes que te han humillado hasta cuando te mostraban el sol. Tú sabes que nunca sabrás defenderte, que sólo deseas presentarles el trofeo, quiero decir tu cadáver, y que se lo coman y se lo beban. Las moradas del consuelo, la consagración de la inocencia, la alegría inadjetivable del cuerpo. Si de pronto una pintura se anima y el niño florentino que miras ardientemente extiende una mano y te invita a permanecer a su lado en la terrible dicha de ser un objeto a mirar y admirar. No (dije), para ser dos hay que ser distintos. Yo estoy fuera del marco pero el modo de ofenderse es el mismo. Briznas, muñecos sin cabeza, yo me llamo, yo me llamo toda la noche. Y en mi sueño un carromato de circo lleno de corsarios muertos en sus ataúdes. Un momento antes, con bellísimos atavíos y parches negros en el ojo, los capitanes saltaban de un bergantín a otro como olas, hermosos como soles. De manera que soñé capitanes y ataúdes de colores deliciosos y ahora que tengo miedo a causa de todas las cosas que guardo, no un cofre de piratas, no un tesoro bien enterrado, sino cuantas cosas en movimiento, cuantas pequeñas figuras azules y doradas gesticulan y danzan (pero decir no dicen), y luego está el espacio negro -déjate caer, déjate caer-, umbral de la más alta inocencia o tal vez tan sólo de la locura. Comprendo mi miedo a una rebelión de las pequeñas figuras azules y doradas. Alma partida, alma compartida, he vagado y errado tanto para fundar uniones con el niño pintado en tanto que objeto a contemplar, y no obstante, luego de analizar los colores y las formas, me encontré haciendo el amor con un muchacho viviente en el mismo momento que el del cuadro se desnudaba y me poseía detrás de mis párpados cerrados. Sonríe y yo soy una minúscula marioneta rosa con un paraguas celeste yo entro por su sonrisa yo hago mi casita en su lengua yo habito en la palma de su mano cierra sus dedos un polvo dorado un poco de sangre adiós oh adiós. Como una voz no lejos de la noche arde el fuego más exacto. Sin piel ni huesos andan los animales por el bosque hecho cenizas. Una vez el canto de un solo pájaro te había aproximado al calor más agudo. Mares y diademas, mares y serpientes. Por favor, mira cómo la pequeña calavera de perro suspendida del cielo raso pintado de azul se balancea con hojas secas que tiemblan en torno a ella. Grietas y agujeros en mi persona escapada de un incendio. Escribir es buscar en el tumulto de los quemados el hueso del brazo que corresponda al hueso de la pierna. Miserable mixtura. Yo restauro, yo reconstruyo, yo ando así de rodeada de muerte. Y es sin gracia, sin aureola, sin tregua. Y esa voz, esa elegía a una causa primera: un grito, un soplo, un respirar entre dioses. Yo relato mi víspera. ¿Y qué puedes tú? sales de tu guarida y no entiendes. Vuelves a ella y ya no importa entender o no. Vuelves a salir y no entiendes. No hay por donde respirar y tú hablas del soplo de los dioses. No me hables del sol porque me moriría. Llévame como a una princesita ciega, como cuando lenta y cuidadosamente se hace el otoño en un jardín. Vendrás a mí con tu voz apenas coloreada por un acento que me hará evocar una puerta abierta, con la sombra de un pájaro de bello nombre, con lo que esa sombra deja en la memoria, con lo que permanece cuando avientan las cenizas de una joven muerta, con los trazos que duran en la hoja después de haber borrado un dibujo que representaba una casa, un árbol, el sol y un animal. Si no vino es porque no vino. Es como hacer el otoño. Nada esperabas de su venida. Todo lo esperabas. Vida de tu sombra ¿qué quieres? Un transcurrir de fiesta delirante, un lenguaje sin límites, un naufragio en tus propias aguas, oh avara. Cada hora, cada día, yo quisiera no tener que hablar. Figuras de cera los otros y sobre todo yo, que soy más otra que ellos. Nada pretendo en este poema si no es desanudar mi garganta. Rápido, tu voz más oculta. Se transmuta, te transmite. Tanto que hacer y yo me deshago. Te excomulgan de ti. Sufro, luego no sé. En el sueño el rey moría de amor por mí. Aquí, pequeña mendiga, te inmunizan. ( Y aún tienes cara de niña; varios años más y no le caerás en gracia ni a los perros). mi cuerpo se abría al conocimiento de mi estar y de mi ser confusos y difusos mi cuerpo vibraba y respiraba según un canto ahora olvidado yo no era aún la fugitiva de la música yo no sabía el lugar del tiempo y el tiempo del lugar en el amor yo me abría y ritmaba los viejos gestos de la amante heredera de la visión de un jardín prohibido La que soñó, la que fue soñada. Paisajes prodigiosos para la infancia más fiel. A falta de eso -que no es mucho-, la voz que injuria tiene razón. La tenebrosa luminosidad de los sueños ahogados. Agua dolorosa. El sueño demasiado tarde, los caballos blancos demasiado tarde, el haberme ido con una melodía demasiado tarde. La melodía pulsaba mi corazón y yo lloré la pérdida de mi único bien, alguien me vio llorando en el sueño y yo expliqué (dentro de lo posible), palabras buenas y seguras (dentro de lo posible). Me adueñé de mi persona, la arranqué del hermoso delirio, la anonadé a fin de serenar el terror que alguien tenía a que me muriera en su casa. ¿Y yo? ¿A cuántos he salvado yo? El haberme prosternado ante el sufrimiento de los demás, el haberme acallado en honor de los demás. Retrocedía mi roja violencia elemental. El sexo a flor de corazón, la vía del éxtasis entre las piernas. Mi violencia de vientos rojos y de vientos negros. Las verdaderas fiestas tienen lugar en el cuerpo y en los sueños. Puertas del corazón, pero apaleado, veo un templo, tiemblo, ¿que pasa? No pasa. Yo presentía una escritura total. El animal palpitaba en mis brazos con rumores de órganos vivos, calor, corazón, respiración, todo musical y silencioso al mismo tiempo. ¿Qué significa traducirse en palabras? Y los proyectos de perfección a largo plazo; medir cada día la probable elevación de mi espíritu, la desaparición de mis faltas gramaticales. Mi sueño es un sueño sin alternativas y quiero morir al pie de la letra del lugar común que asegura que morir es soñar. La luz, el vino prohibido, los vértigos, ¿para quién escribes? Ruinas de un templo olvidado. Si celebrar fuera posible. Visión enlutada, desgarrada, de un jardín con estatuas rotas. Al filo de la madrugada los huesos te dolían. Tú te desgarras. Te los prevengo y te lo previne. Tú te desarmas. Te lo digo, te lo dije. Tú te desnudas. Te desposees. Te desunes. Te lo predije. De pronto se deshizo: ningún nacimiento. Te llevas, te sobrellevas. Solamente tú sabes de este ritmo quebrantado. Ahora tus despojos, recogerlos uno a uno, gran hastío, en dónde dejarlos. De haberla tenido cerca, hubiese vendido mi alma a cambio de invisibilizarme. Ebria de mí, de la música, de los poemas, por qué no dije del agujero de ausencia. En un himno harapiento rodaba el llanto por mi cara. ¿Y por qué no dicen algo? ¿Y para qué este gran silencio?

5/4/08

La meditación, por Titus Burckhardt






La meditación (al-tafakkur) es un complemento indispensa­ble del rito, ya que valoriza la libre iniciativa del pensamiento. Sin embargo, sus limites son los de la propia mente; sin el ele­mento ontológico del rito, la mente no podría pasar de la sepa­ratividad (al-farq) de la conciencia individual a la síntesis (al-ŷam’) del conocimiento informal. Se fundamenta, en el Islam, en los versículos coránicos que se dirigen a «los que están dota­dos de entendimiento» y que recomiendan los «signos» (los símbo­los) de la naturaleza para la meditación, y también en estas dos máximas del Profeta: «Una hora (un momento) de meditación vale más que las buenas obras cumplidas por las dos especies de seres dotados de gravitación (los hombres y los genios)», y «No meditéis sobre la Esencia, sino sobre las Cualidades de Dios y sobre Su Gracia».

Normalmente la meditación procede según un movimiento circular: parte de una idea esencial de la que desarrollará las diversas aplicaciones, para reintegrarlas finalmente en la verdad inicial, que de este modo adquiere, para la conciencia reflexiva, una actualidad más inmediata y rica. Es lo contrario de una in­vestigación filosófica, que considera la verdad como algo que no estaría esencialmente, y a priori, contenido en la mente del que conoce. El movimiento fundamental del pensamiento es el que des­cribe la meditación, y cualquier filosofía que ignore esta ley se engaña sobre su propia gestión: la verdad que parece encontrar a fuerza de argumentos está ya contenida en su punto de partida, a no ser que descubra, al término de un largo rodeo mental, la refracción en la mente de un elemento pasional, de una preocu­pación individual o colectiva.

El pensamiento individualista implica siempre una limitación, ya que desconoce su propia esencia intelectual. La meditación tampoco capta directamente la Esencia, pero la presupone; es una «ignorancia sabia», mientras que el raciocinio filosófico procedente del individualismo mental es un «saber ignorante». Cuando la filosofía escudriña la naturaleza del conocimiento, inevitable­mente se mueve dentro de un ciclo vicioso: cuando separa el su­jeto del terreno objetivo y no reconoce al primero más que una realidad completamente relativa, en el sentido de la «subjetivi­dad» individual, olvida que sus propios juicios dependen de la realidad del sujeto y de la veracidad que éste pueda tener; por otra parte, cuando declara que cualquier percepción sólo tiene un alcance «subjetivo», por tanto relativo e incierto, olvida que este mismo aserto aspira a la objetividad. Para el pensamiento no hay salida de este dilema; la mente, que sólo es una partícula del universo, o una de las modalidades de la existencia, no puede abarcar el universo, ni definir su propia posición respecto a la totalidad. Si trata de hacerlo a pesar de todo, es que hay en ella una chispa del Intelecto que comprende y penetra realmente to­das las cosas.

El hadît sobre la meditación que hemos citado en segundo lugar («No meditéis sobre la Esencia, sino sobre Sus Cualidades y Su Gracia»), significa que la Esencia nunca puede llegar a ser objeto del pensamiento, que es distintivo por naturaleza, en tanto la Esencia es una. En cambio, la meditación concibe, en cierto sentido, las Cualidades divinas, sin que, no obstante, pueda «sa­borearlas» directamente, lo que entraría a formar parte de la esfera de la intuición pura.

El terreno propio de la meditación es la discriminación entre lo real y lo irreal, y el objeto por excelencia de esta discrimina­ción es el «yo». La discriminación meditativa no alcanza de modo directo la raíz de la individuación subjetiva, pero capta sus aspectos extrínsecos, que representan otras tantas desproporciones entre una afirmación casi absoluta, contenida en el ego, y el ca­rácter efímero y fragmentario de la naturaleza humana individual.

Es preciso comprender perfectamente que no es esta naturaleza individual, como tal, lo que constituye la ilusión egocéntrica; el «velo» (al-hiŷâb) que hay que desgarrar es, únicamente, la atri­bución a esta naturaleza individual de un carácter autónomo y «apriorístico» que sólo corresponde a la Esencia.

El hecho de que el sabio perfecto tenga conciencia de su naturaleza individual no implica que se deje engañar por ella y no le impida, pues, superar la ilusión.










en Introducción a las doctrinas esotéricas del Islam, París, 1969