21/9/08

El secreto egipcio de Napoleón, por Javier Sierra






Egipto. Giza, III Década, Quintidi de Termidor
12 de agosto de 1799, en el calendario republicano. Año VII de la Revolución.




-¡Atrapado!

El pulso del corso se aceleró bruscamente, golpeando sus sienes con la fuerza de una maza.

Todo sucedió en un suspiro: primero, su cuerpo se desplomó como si algo muy pesado tirara de él hacia el centro de la Tierra. A continuación, sus pupilas se dilataron tratando desesperadamente de buscar una brizna de luz, al tiempo que se tensaban cada uno de sus músculos.

-¡...Atrapado! -murmuró otra vez, de bruces contra el suelo-. ¡Encerrado! ¡Sepultado en vida!

El soldado, consciente de que iba a morir, tragó saliva.

Estaba solo, aislado bajo toneladas de piedra y sin un maldito mapa que indicara el camino de salida. Y la amarga certeza de saberse sin yes­ca de repuesto ni agua amenazaba con paralizarle de terror.

¿Cómo había podido ser tan torpe? ¿Cómo él, bregado en tantos combates, recientísimo héroe que en Abukir acababa de humillar a sus enemigos, se había olvidado de tomar un par de precauciones como aqué­llas? Su cantimplora y sus lámparas, cuidadosamente empaquetadas en las alforjas de su montura, estaban definitivamente fuera de alcance. Ya era tar­de para lamentarse del descuido. De hecho, era tarde para todo.

El corso tardó un segundo más en reaccionar: dentro de aquella celda de piedra, sumergido en un silencio que tenía algo de sacro, que era dolo­roso, recordó de repente lo único que podría salvarle la vida: confiar. De­bía tener fe. Fe en la victoria, como cuando atravesó los Alpes en dos semanas y conquistó Italia a golpe de batalla. O como cuando derrotó a los austriacos en Puente de Arcole y Rivoli.

Debía, pues, recuperar de inmediato aquella esperanza en su propio destino que tantas veces le había sacado de apuros.

¿Acaso no era aquella su asignatura pendiente? ¿No era él quien tan a menudo se enorgullecía de haberse entregado a un porvenir que creía es­crito en alguna parte? ¿Por qué no podría poner ahora su fe a prueba?

El militar, con el uniforme teñido de polvo, fue reaccionando poco a poco. Su mente dio algunas órdenes rápidas y sencillas al cuerpo, como mo­ver los dedos de los pies dentro de sus botas de cuero, apretar los dientes con fuerza o aclarar la garganta con toses cortas y secas. Acto seguido, arrugó la nariz tratando de exprimir algo de aire puro de aquella atmós­fera secular.
Estaba vivo, pero tenía miedo.

¿Miedo? ¿Era miedo la corriente que notaba ascender en espiral por su columna? Y de no serlo, entonces... ¿qué? ¿Iba a dejarse dominar pre­cisamente ahora por las supersticiones que había oído de labios beduinos acerca de los habitantes invisibles de las pirámides? ¿Podía, como le ha­bían advertido, llegar a perder el juicio si permanecía dentro de una de ellas mucho tiempo?

... ¿Y cuánto le quedaba allí dentro? ¿La eternidad?

El frío, un gélido temblor gestado en lo más profundo de su ser, se apo­deró de él clavándolo contra el empedrado. Algo -intuía- estaba a punto de suceder.

Jamás había sentido algo así. Fue como si una miríada de finos alfi­leres de hielo atravesaran su uniforme y se le clavaran despiadadamente en los huesos. La sangre había dejado de correr por sus venas, y en sus ojos comenzaba a dibujarse un gesto pétreo, agónico, que no miraba a ningu­na parte.

Durante unos segundos ni siquiera parpadeó. Temía que su corazón se parara.

Tampoco respiró.

Cuando la angustia se había hecho ya con el control de sus actos, en medio del frío y del desconcierto, sus pupilas creyeron distinguir un tibio movimiento. En la penumbra, el corso forzó la mirada. Primero se lo negó a sí mismo. No era posible que una nube de polvo del desierto se hu­biera colado tan adentro. Pero después se aferró a aquella quimera con fie­reza. El soldado tuvo la clara sensación de que en el fondo de la sala se habían dibujado las siluetas de al menos dos personas, como si una briz­na de sol hubiera calado las piedras hasta hacerlas translúcidas, revelan­do así una presencia oculta durante milenios.

Al corso le costó identificarlas. Eran irreales, falsas, sin duda el producto de una poderosa alucinación, pero tan vividas que, durante un instante, calibró la posibilidad de echar a correr hacia ellas.

-¿Quiénes... sois? -tartamudeó.

Nadie respondió.

Aquella visión se mantuvo estática, y luego, pausadamente, desdibu­jó sus contornos hasta desvanecerse en medio de la negrura más abso­luta.

¿Se estaba volviendo loco?

¿Comenzaba a surtir efecto sobre él la maldición de la pirámide?

¿Había o no alguien más en el interior de aquel colosal sepulcro?

El soldado tomó aire, haciendo un vano esfuerzo por poner la mente en blanco y borrar aquel ensueño de su cabeza. Tal como le habían ense­ñado en Nazaret, cerró los ojos y espiró aire profundamente. Fue en vano. Ni por un segundo Napoleón Bonaparte, el gran general que había liberado a Egipto del dominio mameluco, pudo sacudirse la idea de que acababa de ser enterrado vivo.

Y por primera vez en su vida, desesperado, el temido Bonaparte se derrumbó.




¿Soñaba? ¿Estaba muerto ya?

Napoleón nunca supo el tiempo que permaneció inconsciente, tumbado sobre las frías losas de la llamada Cámara del Rey. Cuando despertó -aje­no aún a todo lo que se le avecinaba-, tuvo la extraña y absurda certe­za de que no estaba solo.

Nunca supo explicarlo con palabras. No pudo. Pero durante el tiempo en que permaneció inmóvil, el granito había desarrollado una fantas­mal fosforescencia a su alrededor.

-¡Aquí me tenéis...! -gritó recordando a sus fantasmas-. ¡No os temo! ¡Manifestaos si os atrevéis!

El vientre del monumento le ignoró. Su eco era lo único vivo que ha­bía allá dentro.

Napoleón comprendió que no debía rendirse. A tientas, atrapó con el puño izquierdo sus desordenados cabellos, los ató en una cola de caballo con el derecho y dio un salto poniéndose en guardia. Aún estaba vivo. No podía dejarse morir. No así.

Una serie de sucesivos movimientos musculares bien ensayados le devol­vieron parte del calor perdido. Al momento volvió a sentir que el hedor a mur­ciélago que impregnaba toda la pirámide se deslizaba otra vez por su garganta.

La visión de aquel brillo verdusco, breve, le había devuelto algunas fuerzas.

Aunque no recordaba habérselas visto antes con una oscuridad seme­jante, jamás la ausencia de luz le había intimidado tanto.

¿Qué hacía allí? ¿Por qué, de repente, le asustaba tanto aquel lugar? ¿No era acaso esa la misma pirámide a la que había dedicado tantos elogios en pre­sencia de sus generales? ¿No era ese el monumento con cuyos bloques él po­dría construir un muro de un metro de alto que rodeara toda Francia?

Mientras tanteaba a su alrededor buscando una pared en la que apo­yarse, el corso repasó su situación. Bien pensado, su temor tenía una úni­ca razón de ser: todo allá adentro, incluso el preciso instante en que la úl­tima llama de su tea chisporroteó hasta consumirse, parecía haber sido preparado a conciencia. El crujido agónico del fuego, el aroma del humo as­cendiendo hasta el techo plano de granito que gravitaba sobre su cabeza, incluso el impenetrable silencio que había llenado la estancia un segundo después de hacerse la oscuridad, obedecía a una meticulosa maniobra de los ancianos guardianes de Giza. O lo parecía.

¿Acaso había caído el Sultán Kebir (*) en una trampa?

El corso gruñó.

No. No era eso. Los políticos del Directorio en París le habían ense­ñado a estar preparado para una eventualidad tan humana como la deslealtad. La voracidad por el poder de aquel puñado de hombres y su pro­bada falta de escrúpulos le habían entrenado para distinguir los corazones falsos de los nobles.

Tampoco se engañaba al desconfiar de los amables gestos de aquies­cencia de los imanes de El Cairo, cuando días atrás aceptaron con abier­ta sonrisa sus poco creíbles pretensiones religiosas. Él mismo, al regreso de su campaña contra Tierra Santa, se había presentado a los líderes religio­sos de la ciudad como la encarnación del ser superior profetizado por el Co­rán. Aquel que había de llegar de Occidente para continuar con la obra del Profeta...

¿Y si le habían llevado allí para castigar su blasfemia?

Napoleón quiso hacer memoria: Elías Buqtur, el hábil intérprete copto que le había servido de guía desde su desembarco en Egipto, le había conducido a las lindes del desierto con la promesa de revelarle algo extra­ordinario. El Nilo acababa de desbordarse, esparciendo su generoso limo por los campos del Delta. El pueblo celebraba la bendición de su río, y el peso de los dátiles en sus palmeras llenaba de vida todo el valle. Pero a Elías, un varón con cara de palo, aquello parecía darle igual. Insistió en lle­varle ese ocaso a las afueras de la ciudad, al interior de la más grande de las pirámides de Giza, e iniciarle en sus arcanos secretos.

«Quien domine la pirámide, dominará el Universo», le anunció de ca­mino. En cierto modo, Napoleón estaba seguro de que aquello era una gran verdad. Quizá, la verdad.

Tan extraña invitación, formulada en el despacho que Bonaparte ha­bía instalado cerca del lago Azbakiya, llevaba horas obsesionándole. Elías, sobrino predilecto de su fiel general Jacob Tadrus, cabecilla con honores de la Legión Copta del ejército francés, no tendría por qué engañarle en algo tan aparentemente inofensivo.

¿O sí?

Napoleón lo recordaba perfectamente: con su mirada astuta, su piel blanquísima, brillante, y su barbita afilada cubriéndole un mentón anguloso y fuerte, Elías le advirtió que su asistencia al rito de la pirámide era fundamental. «Nadie debe saber que venís», dijo muy serio. «Sólo por vuestra insistencia, el general Kléber tiene la bendición necesaria de los dio­ses para serviros de escolta, siempre que se mantenga a una distancia pru­dencial de vos. Pero si decidís desoírme, puedo aseguraros que lo que ha de revelarse no se manifestará».

Napoleón, insólito en él, se fió. Ni siquiera prestó atención a la alu­sión de su intérprete a los dioses. Elías -eso pensaba- era un copto es­tricto. Pero ¿qué era lo que había de manifestársele en la Gran Pirámi­de? ¿Se refería a la muda visión que acababa de presenciar? Y en ese caso, ¿cómo podía saber Buqtur...?

Escoltado por un pequeño grupo de hombres, cuatro pollinos cargados de mantas, agua y bananas, Napoleón atravesó en una gran barcaza la al­dea de Nazlet el-Sammam a la puesta del sol. Después de remontar la depresión en la que descansa la Esfinge, se dirigió a caballo hacia la ma­yor de las pirámides del lugar. Eran auténticas montañas artificiales, di­señadas por arquitectos de un mundo perdido que pretendían desafiar al tiempo. Aquel atardecer de verano, solemne como ninguno en Giza, el as­tro rey teñía de oro viejo las ruinas milenarias.

-Mi general-dijo Buqtur en un francés exquisito, en cuanto lo con­dujo a la cámara más elevada del monumento a través de una serie de an­gostos pasajes-: antes de revelaros lo que vos tanto anheláis, debéis va­ciar vuestra alma y dejársela pesar al eterno celador de este lugar. Y eso, señor, lo haréis solo.

-¿Solo?

Elías asintió muy serio.

-Siempre ha sido así. Desde la época de los faraones hasta la llegada de los musulmanes. Es la ley. Así lo hicieron César o Alejandro el macedonio, y ambos llegaron a convertirse en señores de Egipto. Así lo debéis hacer vos.

Y el general, sin entender muy bien lo que quería decirle su intérpre­te, aceptó una vez más.

¿Cómo había podido ser tan temerario?, se reprendía ahora.

Bonaparte podía aún adivinar en las negras pupilas de Buqtur cier­to temor supersticioso. Quizá el mismo que había llevado a los mame­lucos derrotados en El Cairo a llamarle Bunabart el Diabólico, imagi­nándoselo como una especie de djinn, de espíritu maléfico, provisto de uñas largas y afiladas, capaz de petrificar a sus enemigos con sólo mi­rarlos. El circunspecto Elías, pese a haber tratado de cerca durante me­ses a Napoleón, seguía sin estar del todo seguro de si aquella impresión de los viejos señores de La Madre del Mundo (**) fuera nada más que una fantasía.

Su familia llevaba generaciones guiando a los iniciados hasta las en­trañas del Templo de Saurid (***), pero nunca su padre o su abuelo le habían hablado de un candidato de rasgos tan poderosos como aquél.

-¿Dónde me esperarás, Elías? -le increpó el corso al intuir que iba a dejarle solo allá dentro.
-Afuera, señor.
-¿Vos también, Auguste?-dijo después mirando al general Kléber bajo la inestable luz de su antorcha.
-También, mi general.

Dicho y hecho. Cuando la raída galabeya negra del guía y la casaca azul de su general se perdieron por el pasadizo que les había conducido hasta allí, Napoleón apenas tuvo un par de minutos para situarse. Pasa­do ese tiempo, como si lo hubieran calculado todo con precisión de reloje­ro, su antorcha murió.

Bonaparte se estremeció. Fue como si las puertas de la pirámide se hu­bieran cerrado de golpe y para siempre.

La oscuridad cubrió el recinto sin miramiento: la entrada al lugar, las dos pequeñas aberturas cuadradas practicadas en las paredes norte y sur de la sala que se perdían muro adentro con destino incierto, así como el gran cofre de granito que presidía la estancia, se sumergieron en una noche re­pentina y densa. Todo había quedado cubierto por aquel espeso velo ne­gro. De hecho, el arcón era lo único que había llamado su atención. Se tra­taba de un tanque suficientemente holgado como para recibir a un hombre en su interior. ¿Era allí donde debía vaciar su alma? ¿A oscuras? ¿Sería en ese lugar donde se determinaría su «peso»? Y en ese caso, ¿cómo?

-La pirámide os guiará -le había advertido Elías Buqtur horas an­tes, sin anunciarle que le abandonaría a su suerte-. Dejaros llevar por el sagrado poder que legaron a la posteridad los antiguos señores de Egip­to. No os resistáis. No tratéis de comprender. Aceptad sólo lo que os llegue.

Napoleón a duras penas podía imaginar que un cofre tan simple hu­biera albergado alguna vez el cadáver de un rey. Y que una habitación tan austera hubiera sido en tiempos el sepulcro de un faraón. Fue un error. Per­fectamente rectangular y construida con grandes bloques de piedra mili­métricamente encajados entre sí, la grandeza del lugar necesitaba cierto tiempo y capacidad de observación para ser apreciada en su justa medida. La perfección de sus formas, su acabado armonioso y sencillo, la ausencia de inscripciones o adornos superfinos, parecían propios del santuario de una poderosa divinidad dormida, abandonado mucho antes de que el gran Alejandro llegara al Nilo, y probablemente saqueado una y mil veces an­tes de la visita del corso.

La idea le inquietó.

Con meditada suavidad, casi por instinto, palpó el extremo izquier­do de su fajín en busca de la empuñadura del sable. El mango frío le tran­quilizó. Si le salía al paso algún imprevisto, sabría defenderse. Pero ¿de­fenderse de quién? ¿O de qué? ¿Acaso no le había advertido Elías que su peor enemigo allá dentro, acaso el más terrible de sus adversarios, sería él mismo? ¿No era aquella una más de las pruebas que le tenía reserva­da la misteriosa hermandad en la que militaban su intérprete y -ya no lo ponía en duda- su propio general Kléber? ¿O quizá se había confiado demasiado al acompañarlos solo, sin escolta, hasta la peligrosa meseta de Giza, donde ningún extranjero se atrevía a adentrarse sin una fuerte protección militar?

Y decidido, el joven general buscó a tientas el tacto liso y gélido del granito.

Tras localizar los perfiles del tanque exactamente donde lo recordaba, se encaramó a uno de sus extremos, tumbándose a todo lo largo que era en su interior. No podía perder nada. Estaba dispuesto a aguardar a que los acontecimientos se sucedieran sin su intervención y resolver aquella em­barazosa situación por la más pasiva de las vías.

-¿Qué quiso decir Elías con que vaciara aquí mi alma para dejár­mela pesar? -se preguntó mientras apoyaba su espalda contra el fondo del tanque.

Fue entonces cuando Napoleón Bonaparte, el líder de las tropas de ocupación de Egipto, hizo un descubrimiento terrible: aquel ataúd tenía exactamente sus medidas...





(*) Los beduinos llamaron así a Napoleón al final de su estancia en Egipto. Significa "el señor del fuego", lo que, dadas las circunstancias, terminó resultando muy adecuado.
(**) Así se conoce a El Cairo desde que en Las mil y una noches, un relato se refiriera de ese modo a la ciudad de las pirámides.
(***) Los árabes llamaban así a la Gran Pirámide, atribuyéndola a cierto rey Saurid del que afirmaban no conocer nada. Los antiguos egipcios, en cambio, la llamaban "el horizonte luminoso de Jufu", esto es, del mismo monarca que los griegos rebautizarían más tarde como Keops. Los coptos siempre guardaron silencio...