11/5/09

Las Muchas Formas del Gran Silencio, por Ramón CEOS






En el año cristiano 1414, año 1958 según el calendario budista tibetano, en el distrito de Gyalrong, al este del país de las nieves, el lama Ngawang Drakpa, discípulo de Je Tsongkhapa, funda el monasterio de Dhe-Tsang.

Si creemos, como los teóricos de la cadena del ser, o antes que ellos, como los vitalistas modernos, o como Bautista Vicco creyó en ese tiempo y antes que él Nagarjuna, que las cosas no suceden por sí mismas, ni separadas, ni juntas ni separadas al mismo tiempo, tal vez sea bueno hacer un pequeño recuento sobre algunos hechos que sucedieron en el mundo ese mismo año.

Nacía en Afganistán (entonces Uddiyhana), Jami, el gran poeta Sufi que habría de cantar el amor para el mundo islámico. En Europa, Nápoles, que entonces era un principado independiente, veía con sospecha que Joana II sucedía a su hermano Ladislao, muerto en extrañas circunstancias, y Michael Küchmeister von Sternberg se convertía en el vigesimooctavo gran maestro de la orden de los caballeros teutónicos. América aún era ignorada por los europeos, por lo que en esas tierras se vivía el feliz tiempo sin edad, donde los incontables miles brindaban sus vidas sin mucha cavilación a la guerra florida y a la economía de la sangre tolteca, y más al sur del mismo continente los reyes changos ordenaban la vida en complicados rituales que indiferenciaban muerte y sexo. En Oceanía y las islas afortunadas los pueblos de hombres vivían un tiempo-sueño más real y vital que la vigilia, montando ballenas y repitiendo ritos de pasaje e iniciación que se remontaban a los tiempos de Urantia. Pero claro, esas son otras historias.

Volvamos al esforzado Ngawang Drakpa, quién llegó a Gyalrong con la noble aspiración de fundar un monasterio para educar lamas y expandir el budismo, convencido de la posibilidad real de plantar estas prácticas de manera estable en tierras dominadas por la religión Bön. Buscando un lugar apropiado para construir un monasterio, encontró entre dos altas cumbres un lugar especial, pero sin saber exactamente dónde construir, se sentó dejando que su mente descansará sin forma específica. Entonces una sombra cubrió el cielo, un gran cuervo descendió hasta donde estaba el lama y le arrebató la bufanda. Sorprendido, Ngawang corrió tras el gran cuervo negro, o tras su sombra más bien, hasta que encontró sobre un árbol de junípero la bufanda arrebatada. Decidió entonces que alrededor de ese árbol era el mejor lugar para construir.

El monasterio progresaba de manera sinuosa. En Lasha, la capital, Je Tsongkapa encargaba al arquitecto del Dalai Lama la realización de los planos del Potala, mientras que los seguidores de Ngawang Drakpa atravesaban los valles y montañas del país de las nieves para formar una comunidad de monjes. Los lamas de Tibet, acostumbrados a la vida nómada, no tenían problemas en instalarse en tiendas alrededor de lo que habría de ser Dhe-Tsang, pero los seguidores del Bön no veían a estos hombres dedicados a la virtud con muy buenos ojos. Las ofrendas de los campesinos de Gyalrong se volvieron hacia la comunidad emergente, en parte por el alto nivel de realización que se observaba en Ngawang y sus seguidores y en parte por lo novedoso del buddhadharma entre estas personas que hasta entonces habían pasado sus vidas sin siquiera un OM MANI PADME HUM, sumidos en el miedo reverencial y la culpa inexplicable frente a caprichosas deidades primitivas y telúricas. La compasión de los lamas no convencía a los sacerdotes y magos Bön que recurrieron a magia negra y toda clase de trucos bajos para retrasar y evitar la construcción del monasterio. Frente a esto se requirió la ayuda del maestro Je-Tsongkapa.

El gran dialéctico que habría de establecer al linaje de los estudiosos Gelug y a los Dalai Lamas como regentes del Tíbet central recibió las peticiones de su querido discípulo. Las noticias contenían historias de devoción y de magia, relataban cómo crecían árboles bajo los pilares, cómo lo construido en el día se desvanecía en el viento nocturno entre conjuros de magia negra. Tsongkapa meditó al respecto y tuvo la visión de un protector furioso que cortaba con fuerza inhumana la confusión, que con seis brazos arrasaba a los enemigos del buddhadharma. Compuso una sadhana, liturgia que es al mismo tiempo invocación, plegaria y disciplina para los adeptos, y la envió a Gyalrong junto a tres monjes que entrenarían al lama Ngawang y sus seguidores para la realización efectiva de esta sadhana de protectores, disipadora de todos los obstáculos. Fue así como el monasterio pudo por fin edificarse, acalladas las artes nigrománticas de los adeptos al Bön.

Cercano estaba el día de la inauguración del monasterio. En las poblaciones aledañas de las colinas se preparaban los sacos de tsampa, la mantequilla de yak y los odres de fuerte cerveza tibetana para celebrar tan proficuo acontecimiento. Je-Tsongkapa estaba satisfecho, el Dalai Lama había enviado a sus embajadores a Gyalrong, sólo faltaba una estatua de guru rimpoché para adornar el salón principal. Cuando los astrólogos decidieron que la inauguración fuera durante la luna del buey, segunda después de Wezak, entre las colinas del oeste aparecieron tres hombres negros que compartieron té con mantequilla guareciéndose del viento de la tarde en las tiendas de los monjes. Se presentaron como escultores venidos de India, sus pieles oscuras, sus manos poderosas, sobre todo sus apariencias de haber nacido formados de la misma materia que las rocas y la tierra, lo confirmaban. Ngawang Drakpa, feliz por esta coincidencia auspiciosa, les ofreció té, mantequilla, arroz y los sentó especialmente en el puesto más cercano a la cocina. Sólo uno de los hombres aceptó permanecer en el monasterio, sus acompañantes debían marchar a reunirse con el Dalai Lama, aunque aseguraban que la estatua estaría lista antes de lo previsto. Nadie discutió, pero el ánimo de los monjes comenzó a teñirse de un reverencial respeto a lo sobrenatural.

Una vez solo, el hombre negro se encerró a cumplir su cometido, saliendo únicamente durante la cena, respondiendo con secos y cortantes comentarios a las preguntas del abad, aceptando por merienda nada más que una taza de té y un puñado de harina de cebada tostada. Nadie podía ver los progresos, que aseguraba abundantes. Siempre sentado en el puesto al lado de la puerta de la cocina, el hombre negro cargaba el ambiente con una energía tal que nadie, ni el mismo Ngawang Drakpa se atrevía a hablar. Nada se decía, pero los monjes y su abad sabían lo que todos estaban pensando ¿cómo puede estar trabajando este hombre, si no ha pedido materiales ni se escucha el ruido de herramientas en la gompa?

Algunos días, tal vez cuando la preocupación llegaba a entorpecer las prácticas rituales en la comunidad de monjes, y los pensamientos durante la meditación se volvían más ruidosos, un cuervo negro muy grande paseaba su sombra por las inmediaciones del monasterio, como recordándole a los lamas que ese lugar lo había escogido él y que se preocupaba siempre de sus discípulos yogis.

El día anterior al festival comenzaron a llegar las alegres y coloridas comitivas con los habitantes de la región, todos estaban dispuestos a escuchar las enseñanzas del buda y a ayudar en los preparativos de la inauguración. El hombre negro declaró haber terminado. Monjes y visitantes pudieron apreciar una estatua sublime del nacido-de-un-loto en su manifestación como erudito pandita, evidente tributo al linaje de los estudioso Gelug y a su líder Je Tsongkapa. Dicen que durante ese día todos los presentes se sintieron inusualmente inspirados, se compusieron cantos de realización, llegaron muchos yogis, lamas y músicos de todos los pueblos del país de las nieves, se confirieron iniciaciones, se bautizó con su nombre de refugio a todos los niños y se representó una escena de la vida del buda, una que gustaba particularmente a Ngawang Drakpa, cuando Sakyamuni vence a Mara, el demonio de la pasión, la agresión y la ignorancia, y la iluminación se le revela sin obstáculos. La estatua construida por el misterioso artista era el centro del festival.

En la última hora de la tarde, cuando avanzaba el crepúsculo y ya se hacían los preparativos para las liturgias finales del día, el escultor se puso de pie en medio de la concurrencia. Un silencio negro y pesado acalló incluso a los niños más ruidosos, y el hombre habló con una voz profunda y antigua. Relató para todos las maravillas de su país, India, la tierra de los budas, y contó cómo ahí la historia de la iluminación del bienaventurado tiene un detalle que se había obviado en la representación teatral de los monjes. Cuando buda se enfrenta a Mara, las fuerzas del demonio están a punto de vencer la determinación del que habría de ser el despierto, en ese momento de la tierra surgió una energía poderosa y cortante que se presenta como protector de todos los seres, surgida de la sangre y el esfuerzo de todos los que han buscado la iluminación. Con esta ayuda, nacida de las fuerzas más primitivas del planeta mismo, buda despeja el camino entre la confusión hacia el despertar. Este protector llega hasta el bienaventurado pues, en su infinita compasión y a lo largo de sus innumerables vidas, buda había ayudado no sólo a personas y animales, sino a plantas, ríos y montañas a realizar su naturaleza iluminada, completamente buena. Así, el escultor pide interpretar una danza típica de su país que escenifica y honra el pacto de inseparabilidad de los protectores con los iluminados. La audiencia calla, todos saben intuitivamente que están a punto de presenciar algo sublime y mágico.

El extraño, hasta entonces conocido sólo como “el hombre negro” comienza un baile intenso y reconcentrado que crece en despliegues de energía y ferocidad. Toda la audiencia se ve sobrecogida por un viento negro y espeso. Entre gritos y silencio el escultor comienza a girar más y más rápido, poseído, transido por una energía desbordante que se transmite a los presentes dejándolos mudos e incapaces de desviar su atención. Todas las miradas se concentran sin descanso ni distracción en la danza terrible. Los pasos retumban en la loza del patio central como si el suelo fuese a abrirse, el cielo se cubre de nubes que amenazan rayos. El cuerpo del artista parece que fuera a reventar de un momento a otro. Cuando termina, las nubes se abren por un instante silente, el último rayo de sol brilla sobre una enorme estatua negra.

Un gigante de seis brazos se observa de pie, como si danzara sobre un loto de ciento ocho pétalos, aplasta a un elefante, viste una piel de tigre, lleva un puñal katvanga en una mano, una lanza que ensarta las cabezas de deseo, agresión e ignorancia en su otra mano en alto. Una corona de cinco cráneos adorna su cabeza de tres ojos completamente abiertos con pupilas de fuego. Con una mano bebe sangre de una copa-calavera, otra mano empuña a la altura del corazón un rosario de calaveras, con otra mano sostiene un damaru que resuena con el sonido primordial que corta la ignorancia, su última mano sostiene un lazo que sirve para atraer a quienes se empeñan en seguir en el mundo samsárico de confusión y sufrimiento. La estatua negra refulge como si de ella surgieran llamas doradas y cobrizas que abrazan a la demudada audiencia.

El sonido de los últimos pasos de la danza todavía resuena, un potente olor a incienso y té muy cargado perfuma el ambiente, todo guarda silencio, no sopla el viento, en lo oídos de la gente resuena un pitido agudo y sordo –no se podría decir si es sonido, silencio o sonido y silencio al mismo tiempo- que acalla cualquier discursividad, cualquier pensamiento.

El hombre negro se ha ido, en su lugar, esta estatua todavía se conserva en el monasterio de Dhe Tsang, y hasta el día de hoy los monjes, a la hora de la cena, apartan un pocillo de tsampa con té, sirviéndolo en “el puesto del hombre negro” al lado de la puerta de la cocina, donde nadie atrevería sentarse. La estatua, el gran negro de seis brazos, protege a los yogis desde una habitación ubicada a un costado del altar principal, donde estuvo la imagen de Padmasambhava antes de ser destruida por el ejército rojo. En esa sala durmió el incansable Ngawang Drakpa junto a la estatua hasta el día de su parinirvana.

A pesar de estar iluminado a todas horas por lámparas de aceite, algunos monjes todavía ven la gigantesca sombra de un cuervo que sale desde ahí para pasear, en la primera hora del crepúsculo, por el interior del monasterio, danzando, tremendamente silenciosa.