31/8/10

Sobre la decadencia del arte de mentir, por Mark Twain






Observen bien, no pretendo insinuar que la cos­tumbre de mentir haya sufrido decadencia o in­terrupción algunas... no. Y es que la mentira, en tanto virtud y principio, es eterna; la mentira en tanto recreación, respiro y refugio en tiempos de necesidad, la Cuarta Gracia, la Décima Masa, la mejor y más segura amiga del hombre, es inmor­tal, y no desaparecerá de la faz de la tierra mien­tras exista este club.

Mi queja se refiere sólo a la decadencia del arte de mentir. Ningún hombre de principios, ninguna persona en sus cabales, puede ser testigo de la forma de mentir torpe y descuidada de la época presente, sin dolerse de ver tan noble arte así pros­tituido. En presencia de tan nutrido grupo de veteranos, naturalmente abordo el tema de mane­ra tentativa; soy como una solterona tratando de enseñar puericultura a quienes han sido madres por milenios. No me quedaría bien criticarlos a ustedes, caballeros, pues todos son mayores que yo —y superiores a mí en este asunto— y, por ende, si de vez en cuando parezco hacerlo, confíen en que, en la mayor parte de los casos, lo hago con espíritu de admiración más que por buscarles los defectos. Es más, si ésta, la más bella de las bellas artes, hubiera recibido en otras partes la aten­ción, el aliento, la práctica consciente y el desa­rrollo que ha recibido en el presente club, no necesitaría yo pronunciar este lamento o derra­mar lágrima alguna. No lo digo para adularlos: lo digo en un espíritu de reconocimiento y aprecia­ción justos.

(En este punto había tenido la intención de mencionar nombres y dar ilustraciones de especimenes precisos, pero los indicios observables a mi alrededor me aconsejaron evitar los detalles y ceñirme a las generalidades).

No existe hecho más firmemente establecido que el de considerar la mentira como una nece­sidad de nuestras circunstancias… por tanto, la deducción de que es una virtud, por sabida se ca­lla. Ninguna virtud puede llegar a su máximo esplendor sin ser cuidadosa y diligentemente cultivada; por ende, se cae de su peso que ésta debería enseñarse en las escuelas públicas, al ca­lor del hogar, y hasta en los periódicos. ¿Qué posibilidades tiene un mentiroso ignorante y poco cultivado al lado de un experto educado? ¿Qué posibilidades tengo yo con Mr. P.... un aboga­do? Mentiras juiciosas es lo que el mundo nece­sita. A veces pienso que sería aún mejor y más seguro no mentir en absoluto, que hacerlo con falta de juicio. Una mentira torpe y poco científica suele ser tan poco efectiva como la verdad.

Veamos ahora qué opinan los filósofos. Ob­serven este venerable proverbio: “Los niños y los tontos siempre dicen la verdad”. La deducción es obvia: “Los adultos y los sabios nunca la dicen”. Parkman, el historiador, comenta: “El principio de la verdad se puede llevar hasta el absurdo”. En otro lugar del mismo capítulo escribe: “Es vie­jo el dicho de que no se debe decir la verdad todas las veces, y aquéllos cuya conciencia enferma los preocupa y los lleva a la violación habitual de la máxima son imbéciles y latosos”. Las palabras son fuertes, pero verdaderas. Nadie podría vivir con alguien que todo el tiempo ande diciendo la ver­dad; pero, gracias a Dios, nadie tiene que hacerlo. Alguien que a toda hora dice la verdad es simple y llanamente un ser imposible e inexistente; jamás ha existido.

Claro que hay quienes piensan que jamás mienten: pero se equivocan... y esta ignorancia es uno de los aspectos que nos hacen sentir vergüenza de nuestra mal llamada civilización. Todo el mun­do miente, todos los días, a toda hora; despierto, dormido, en los sueños, en medio de la dicha, en su hora de dolor; aunque no mueva la lengua, ni las manos, ni los pies, ni los ojos, con la actitud expresa el engaño... y lo hace ex profeso. Aun en los sermones... pero basta ya de la cantinela.

En un país distante, donde viví hace tiempo, las mujeres solían salir a hacer visitas con el pre­texto humanitario y noble de quererse ver, y cuan­do regresaban a sus casas exclamaban con voz de contento:

—Hicimos dieciséis visitas y he aquí que catorce personas habían salido.

Con ello no querían decir que les había pare­cido malo que las catorce hubieran salido; no, ésta era sólo una manera de querer decir que no esta­ban en casa... y su modo de decirlo expresaba lo mucho que les había gustado el hecho. Ahora bien, su pretensión de querer ver a las catorce —y a las otras dos con las que habían tenido menos suerte— es la forma de mentira más común y más suave, que se ha descrito muchas veces como des­viación de la verdad. ¿Fue justificable? Claro que sí: fue hermosa y fue noble, pues su objetivo no fue obtener beneficios propios sino procurar un placer a las dieciséis personas.

El traficante de verdades empedernido mani­festaría con franqueza que no quería ver a esas personas... y sería un burro, pues infligiría un dolor del todo innecesario. Y, además, esas mu­jeres de aquel lejano país... pero, no importa, te­nían miles de agradables maneras de mentir, producto de sus impulsos nobles, que daban cré­dito a su inteligencia y honor a sus corazones. Qué importan los detalles.

Los hombres de aquel lejano país eran, sin ex­cepción, mentirosos. Hasta su saludo era una mentira, porque a ellos no les importaba cómo estuviera uno, a no ser que fueran empresarios de pompas fúnebres. Al preguntón normal le daban una respuesta mentirosa también, pues uno no hace un diagnóstico concienzudo de su estado sino que contesta al azar, y por lo general se equi­vocaba de cabo a rabo. Le mentían al empresario de pompas fúnebres, diciéndole que la salud les estaba flaqueando... mentira totalmente loable, pues no cuesta nada y complace al otro. Si un ex­traño lo visitaba a uno y lo interrumpía, con los labios uno pronunciaba un caluroso: “Encanta­do de verte” y con el corazón, un más caluroso: “Ojalá estuvieras con los caníbales y fuera hora de la cena”. Cuando se iba alguien, se decía con lástima: “¿Ya te tienes que ir?”, seguido por un "Volvemos a hablar”, pero no se hacía ningún daño con ello, porque no se engañaba a nadie ni se infligía lesión alguna, mientras la verdad los habría hecho desgraciados a los dos.

Me parece que esta forma cortés de mentir es un arte amable y fascinante, que debe cultivarse. La perfección más elevada de la cortesía no es más que un hermoso edificio, construido, desde la base hasta el techo, con las modalidades dora­das y graciosas dcl embuste altruista y caritativo.

Lo que me parece execrable es la incidencia, cada vez mayor, de verdades brutales. Hagamos lo que esté en nuestras manos para erradicarlas. Una verdad injuriosa no vale más que una men­tira injuriosa. Ninguna debe ser enunciada jamás. El hombre que dice una verdad injuriosa por mie­do a que no se salve su alma si hace lo contrario, debería pensar que esa clase de alma estrictamen­te hablando no vale la pena salvarse. El hombre que dice una mentira para sacar a un pobre diablo de un lío, es aquel del que los ángeles sin duda dicen: “Loor, he ahí un alma heroica que pone en peligro su propio bienestar para socorrer al veci­no; exaltemos a este mentiroso que muestra tanta magnanimidad”.

Una mentira injuriosa no es digna de encomio; así como, y también en el mismo grado, no lo es una verdad injuriosa..., hecho reconocido por la ley del libelo.

Entre otras mentiras comunes tenemos la silenciosa: el engaño que se hace simplemente quedándonos callados y ocultando la verdad. Mu­chos defensores a ultranza de la verdad caen en tal defecto, al imaginarse que no están siendo mentirosos si no dicen expresamente una menti­ra. En aquel país lejano donde alguna vez residí, existía una persona encantadora, una dama cu­yos impulsos eran siempre elevados y puros, y cuyo carácter les hacía honor. Un día que estaba comiendo allí, comenté, de modo general, que todos mentimos. Ella se sorprendió y dijo:

—No todos.

Como esto sucedía en tiempos posteriores al Pinafore, no respondí lo que naturalmente liaría, sino que dije con franqueza:

—Sí, todos..., todos somos mentirosos; no hay excepciones.

Aparentando estar muy ofendida, dijo:

—¿Me incluyes también a mí?
—Ciertamente -dije—, creo que tú hasta clasifi­cas como experta.

Entonces respondió;

—¡Cállate! ¡Los niños! —de modo que cambiamos el tema en consideración a la presencia de los infantes, y seguimos hablando de otras cosas. Pero tan pronto se retiraron éstos, la dama muy entusiasmada volvió al tema y dijo:
—Tengo por regla de vida nunca decir una men­tira, y jamás me he apartado de ella ni en un solo caso.

Yo le contesté:

—No quiero herirla o faltarle al respeto de nin­guna manera, pero es imposible haber dicho más mentiras que las suyas desde que ha estado aquí. Y me ha ocasionado mucho dolor, porque yo no estoy acostumbrado a eso.

Ella me pidió un ejemplo..., sólo uno. Enton­ces dije:

—Bien, aquí tiene el duplicado vacío de un for­mulario que el hospital de Oakland le envió con una enfermera que vino aquí a cuidar a su sobri­nito en su grave enfermedad. En este formulario hacen toda clase de preguntas relacionadas con la conducta de la enfermera: ¿Se durmió alguna vez en su vigilia? ¿Alguna vez olvidó dar la droga?, etc. Le advierten que sea muy cuidadosa y explícita en sus respuestas, porque la buena mar­cha del servicio depende de que las enfermeras sean multadas o se las castigue por las faltas come­tidas. Usted me contó que estaba fascinada con esa enfermera, pues tenía mil cualidades y un solo defecto: que no podía confiarse en que arropara a Johnny lo suficiente mientras él esperaba en el aire frío a que ella le tendiera la cama caliente. Usted llenó el duplicado de este papel y lo envió al hospital por conducto de la enfermera. Cómo respondió usted a la pregunta: “¿Fue culpable alguna vez la enfermera de un acto de negligencia que pudiera dar como resultado que el paciente se resfriara?”. Vamos, aquí en California..., todo se decide con una apuesta: diez dólares contra diez centavos a que usted mintió cuando contestó esa pregunta.

—¡No la contesté; la dejé en blanco! —dijo ella.
—Eso mismo… usted dijo una mentira silen­ciosa; dejó que se infiriera que no había encon­trado ningún defecto en ese punto.
-¿Oh, era eso una mentira? ¿Y para qué men­cionar su único defecto siendo ella tan buena...? Habría sido cruel —dijo ella.

Contesté:

—Uno siempre debe mentir cuando puede ha­cer un bien con la mentira, y su impulso fue co­rrecto, pero su juicio pobre; esto es el producto de una práctica poco inteligente. Ahora observe el resultado de esta desviación inexperta suya. Usted sabe que Willie, el hijo de Mr. Jones, está gravísimo, pues padece de fiebre escarlata. Re­sulta que su recomendación fue tan entusiasta que esa muchacha está allá cuidándolo, y sus fami­liares, que estaban exhaustos, se confiaron y se quedaron profundamente dormidos las últimas catorce horas, dejando a su hijo querido con plena confianza en esas manos fatales, porque usted, al igual que el joven George Washington, tiene repu­tación de... sin embargo, si usted no tiene mejor programa, mañana vengo para que asistamos juntos al entierro, porque, claro está, supongo que usted sentirá un peculiar interés en el caso de Willie... un interés personal, de hecho, como la persona que lo llevó a la tumba.

Pero todo eso se perdió. Antes de que yo llega­ra a la mitad de lo que iba a decir, la mujer se montó en un coche y a treinta millas por hora se embocó hacia la mansión de los Jones para salvar lo que quedara de Willie y relatar cuanto sabía de la enfermera fatal. Todo lo cual era innecesario, pues Willie no estaba enfermo; yo había mentido. Pero en todo caso, ese mismo día envió unas palabras al hospital para llenar el espacio vacío que había dejado sin contestar, y estableció los hechos, ade­más, de la manera más franca y directa.

Bien; como ustedes pueden ver, el problema de esta mujer no estaba en que mintiera, sino en que no lo hiciera de manera juiciosa. En ese caso debió haber contado la verdad, y haberle compen­sado a la enfermera con una alabanza fraudulenta más adelante. Podría haber dicho: “En un aspecto, la enfermera es el non plus ultra de la perfección: cuando está de guardia, jamás ron­ca”. Casi cualquier mentirilla agradable le habría sacado el veneno a esa complicada pero necesa­ria formulación de la verdad.

La mentira es universal... todos mentimos; todos tenemos que hacerlo. Por tanto, lo sabio es educarnos con diligencia a fin de mentir de mane­ra juiciosa y considerada; a fin de mentir con un buen propósito y no con uno pérfido; a fin de men­tir para ventaja de los demás y no para la nuestra; a fin de que nuestras mentiras sean aliviadoras, caritativas y humanitarias, y no crueles, letales o maliciosas; a fin de mentir de manera agradable y graciosa, no torpe y tonta; a fin de mentir con fir­meza, franqueza y desfachatez, con la cabeza en alto, sin vacilaciones ni torturas, sin actitudes pu­silánimes, como si nos avergonzara el gran deber que tenemos de hacerlo. Sólo así nos desharemos de la verdad hedionda y pestilente que está corro­yendo la tierra; sólo así seremos valiosos, buenos y bellos, moradores meritorios de un mundo en el que incluso la naturaleza benigna suele mentir, excepto cuando promete mal tiempo. Sólo enton­ces..., pero no soy más que un pobre estudiante nuevo de este arte gracioso, y no soy nadie para instruir a este club.

Hablando en serio, creo que es imprescindible examinar con inteligencia qué tipos de mentiras son las mejores y más saludables, dado que todos tenemos que mentir y que todos mentimos; y qué tipo de mentira es mejor evitar. Considero que esto es algo que con toda confianza puedo poner en las manos de este club de expertos, una enti­dad madura, a la que puede ponérsele el epíteto a este respecto, y sin adulación inmerecida, de “Maestra Emérita”.




1885