22/12/11

Kulla, por Cristián Pérez





Imposible no haber imaginado la limpieza étnica: a mi lado dos niños gitanos con sus caras y harapos sucios, durmiendo bajo el sudor hediondo de sus frentes y sus pequeños cuellos. Adelante la madre de éstos atetando a otro hijo y dos crías más sentadas a su izquierda. Estábamos cruzando la frontera en un viejo bus que parecía haber sobrevivido a la guerra. Una alfombra colorida adornaba todo el pasillo y bolsas de plástico en cada tres asientos servían de basureros. El bus iba repleto de trabajadores albokosovares que tenían como destino Belgrado o algún poblado intermedio. Ni un solo serbio dentro del bus; no soy etnólogo, pero sólo un idiota se confundiría. Podía ver pieles no muy claras, cabellos oscuros y algunos rasgos más gruesos e, incluso, un pequeño aire a facciones turcas. Éramos estos hombres, la familia gitana y yo, cédula y dinero en mano. Compré dos papas fritas en bolsas en una parada antes de llegar a la frontera. Al subir se las regalé a los pequeños gitanos, pero sus carencias de personalidades robadas (de seguro por la crianza de una madre producto enfermizo de largas caminatas por caminos entre los bosques balcánicos) hicieron que no me dijeran, ni siquiera хвала, ni siquiera una sonrisa, sólo cejas en forma de desprecio. Dicen que la naturaleza del niño nunca se pierde, que siempre es niño sea donde sea, pero allá es distinto. La madre me dio una sonrisa. Sus dientes eran la cicatriz de su vida, esa evidencia que hablaba de plomo y esquirlas o quizás sólo de pobreza (términos correlacionados que vacilan entre el engaño muchas veces). Negros, faltantes y rotos, no importa cómo hayan sido, la imagen de aquellos dientes fue interrumpida por la policía serbia que montó sobre el bus para pedir nuestra documentación. Diez minutos más tarde habían entregado todas las tarjetas de identificación y pasaportes a cada uno de los pasajeros, menos a mí. Aquello podía significar problemas que no quería tener con la seguridad serbia, ni mucho menos a la una de la mañana al norte de Pristina, solo, sin lengua, sin ganas de seguir velando una calurosa noche sobre un bus. Seguí mirando a mis acompañantes. Los niños comieron sus regalo de manera normal, papa por papa, todo lo contrario a lo que me había esperado de niños gitanos hambrientos. En los primeros asientos habían una gorda mujer musulmana fuertemente cubierta (pensaba en las diferentes formas de llevar el hiyab en cada país), mientras que detrás de ella iban dos ancianos que, motivados por el tema que conversaban, movían de un lado para otro sus folklóricos gorros negros (la mayoría de los ancianos sentados en las inservibles líneas del tren que pasaban por Prizren utilizaban el mismo gorro). Desde la puerta escucho gritar el nombre de Chile con un acento muy marcado y malo. Camino por el pasillo, toda la gente comenzó a girar sus cabezas mirando al estúpido que olvidó algo, o que intentó pasar la perfecta frontera serbia con un pasaporte falso o, por qué no, a la próxima víctima extranjera. Todos miraban y, con excepción de los dos ancianos que jamás pararon de conversar, nadie decía nada; creo que sus caras representaban el miedo colectivo más extraño que he visto, algo así como vivir masticando un miedo que jamás será ingerido. Yo no sentía mucho, sólo pensaba en el resto de los pasajeros, en lo que se imaginaban a partir de la situación, en lo que podían estar sintiendo con el recuerdo de alguien diferente a ellos sacado desde un lugar. Abajo, era una belleza de mujer la que me esperaba. Recordé las violaciones y el nivel de belleza de las eslavas. Llevaba un uniforme ordinario, como el resto de sus camaradas que escupían al suelo, sin embargo su rostro la alejaba de toda rudeza y de cualquier otro tipo de defecto traumático post-masacre. Habían dos casetas - en las cuales vi una sombra-, dos militares con fusiles a cada extremo del bus y, al lado de mi bolso retirado de los maleteros, un grupo de policías que miraba mi aspecto extrajero. Decían cosas; intenté inferir algo a partir de sus movimientos kinestésicos, pero a causa de la rigidez militar (además de su fría fama de inexpresividad) no logré nada. Entre todos comenzaron a revisar mi mochila. Me preguntaban cosas y yo respondía con las manos. Marihuana, cocaína, me decían con acento gringo, y yo agitaba en negativa mi cabeza, tanto a esa y a todas las demás seudo-preguntas gestualizadas que me hacían. En momentos me arrepentí de no haber tomado las clases de serbiocroata ofrecidas en la universidad, pero aún más las pésimas clases de inglés del liceo y los desaprovechados cursos privados. Revisaron sólo la mitad del bolso, hicieron gestos para que metiera todo lo que habían sacado y, mirando atentamente los azules ojos de la mujer, escuché:
- No Serbia Kosovo; no Serbia Montenegro. Go Macedonia, yes.
No dije nada, pues no era una situación alejada de conocimiento para mí. Había escuchado algunas historias sobre la negación de paso, pero también algunas otras sobre excepciones. Hervía mi sangre, pensé en escribir algunos artículos sobre la discriminación serbia a latinoamericanos, llamar a la embajada chilena y que ésta aclarase tamaña injusticia o, simplemente, explicarles que ellos no eran tan poderosos, que la decisión tomada contra mi persona no demostraba nada más que una inmensa cobardía de su parte, una descarada brutalidad de seres ignorantes que desquitaban su odio poco cuerdo contra los turistas. Ya deseaba ser español o ruso y no un simple neutral chileno. Sin embargo pensé que lo mejor sería insultarlos con jergas chilenas, pero de una manera disimulada, como si les hablara de mi vida. Ahí se tragaron un venganza tan estúpida – pensé después- como la de ellos. Antes de irme quise dirigirme hacia el auxiliar del bus para optar al derecho del reembolso, pero fue en vano: el bus ya iba camino a Belgrado. Era plena noche y no sabía exactamente qué hacer. Se me ocurrió descansar ahí hasta la llegada del próximo bus a Pristina, pero antes de cubrirme con una frazada, se acercó un policía y señaló que debía salir del recinto, alejarme lo más que pueda de la frontera con Serbia y caminar hasta la policía kosovar. Era el colmo, no podía creer nada. Traté de buscar respuestas lógicas en las caras de los presentes – 6 personas con metralletas sólo para mi control-, miré nuevamente a la linda mujer, quizás intentando buscar profundamente un apoyo empático o quizás hasta buscando una imagen maternal. Sólo encontré rechazo. Habían hecho su limpieza conmigo.
Comencé a caminar, el bolso estaba pesado. Había planificado llegar a la estación de buses de Pristina a las 4 de la mañana, tomar un café de máquina, esperar la mañana, irme a Macedonia (lo cual me cuestionaba seriamente: ¿valía la pena ir a Belgrado después de todo?) y entrar desde ahí a Serbia. Llevaba una hora de desconocida caminata nocturna, cuando a mi lado frena un automóvil. Miré hacia dentro y vi que era un militar serbio. Inmediatamente pensé que habían reglas fronterizas que pueden romperse, que cualquiera puede equivocarse o tener compasión, incluso la policía de un país; sin embargo al subirme y esperar que diera la vuelta, me di cuenta que no había nada de aquello, que no era necesario esperarlo: avanzó derecho varios kilómetros sin decir nada.
- Pristina – le dije, intentando imitar un acento que no pudiera percatar.
No dijo nada. La incomodidad comenzaba su trabajo cruel. Lo miré para saber si al menos tenía expresiones; era un digno soldado serbio. Intenté nuevamente:
- Go Bus station.
Miró mi cara preocupante y sonrió. Aquello me tranquilizó, pues no podía entregar confianza a nada ni a nadie - ¿quién sería capaz?. Ni siquiera pensaba estar en Chile bebiendo unas copas y relatando esta desafortunada historia a mis amigos; sólo pedía estar en el bus station de Pristina aunque sólo fuese con algo de beber que calentase mi cuerpo. Miré al conductor y me percaté que no íbamos exactamente hacia el lugar que yo había demandado. Cruzamos Pristina (imposible no reconocer el Hotel Libertad o el inicio del boulevard de Clinton); cuyas luces se iban mostrando más pequeñas al aumentar la distancia y la cantidad de extraños caminos. Todo esto más el silencio marcial dentro del auto ratificaba lo que no quería hipotetizar: un desvío de la carretera principal y de mi destino. Nunca he actuado como loco, sabía que ni siquiera el miedo que entraba en mi corazón llevaría a una excepción; seguramente, pensé, mañana estaría escribiendo una nueva página del diario de viaje y continuar buscando algún indicio de quien había ido buscar.
El tipo detuvo el vehículo, miré hacia fuera: nos encotrábamos en un terreno oscuro, los vidrios parecían polarizados, sólo podía ver hacia delante, ahí donde los focos dejaban al descubierto la punta de una mezquita que podía verse de manera nítida en el fondo. Luego se apagaron aquellas luces, encendiéndose las del interior. Fue una escena de abrupto miedo ver su rostro encima de mí. Era un tipo de contextura gruesa, casi sin cuello, calvo y de gastados dientes negros nicotinosos producto de su cultura de espera impaciente al puñetazo de hierro. De ahí en adelante todo fue engañosamente tranquilo: bajamos en completa calma hacia el interior de su casa, me sentó en la sala de recepción y luego entró a una habitación al final del pasillo. Las paredes estaban sobrecargadas de aquellos retratos bien hechos a carbón que la gente hace pasar por fotografías; casi no se veía el viejo muro. Sobre los respaldos de los sillones se extendían polvorientos y caseros paños tejidos de diferentes colores y formas bizarras. Estuve sentado ahí por un buen momento. Estaba inquieto. Decidí pararme y gritar para recibir respuesta. Las tablas crujieron al pararme e inmediatamente apareció por la puerta el sujeto, estaba muy alterado y me apuntaba cosas con un fusil. No entendía nada; la gruesa y pesada lengua serbia me daba miedo. Me fui acercando a él como me decía el movimiento de su mano. Sólo vi la culata del arma que se acercaba a mi rostro.
Desperté al lado de dos baldes vacíos. Era una bodega pequeña con el piso sucio y un ambiente que olía a podrido. Intenté abrir la puerta pero fue en vano; estaba realmente apretada. Enseguida comencé a culparme ¿quién más podría hacerlo? Me había metido en en el nido de una víbora silenciosa. Tenía un deseo enorme de ver a alguien conocido, alguien de Chile, hablar español o tan sólo tener una conversación fluída. Mi hogar estaba muy lejos; eso deseperaba y corrohía la motivación de seguir con la búsqueda.
Al instante golpearon la puerta. Yo estaba casi dormido y completamente hambriento. “No i am“, intenté decir que yo no era; no sabía qué decir. Se abrió la puerta y apareció una mujer muy linda con ojos grandes y azules que fortalecían su claridad con el oscuro de sus cejas. No pasaba los cuarenta años, por lo que pensé habría una complicidad etaria para la explicación del mal que se me estaba causado (si no fuera por lo que me sucedió en Sarajevo, ya hubiese estado en llantos). Si embargo, antes de dirigirme a ella con señas, tomó mi mano y me llevó con su carne fría y pálida frente a un computador. Comenzamos a conversar a través de un traductor, ella serbio y yo español. Las oraciones entre incoherencias nos acercaban al mutuo conocimiento revelador de quienes éramos. Escribio muchas cosas y, a partir de aquellas, fui lentamente relajándome, entendiendo que si había un afectado y una posible víctima de lo que estaba sucediendo, ése era el misterioso amable que la noche anterior había salvado mi pellejo de la interperie nocturna, ése que repentinamente a causa de mi inacertado nerviosismo borró su humanismo en mí con un golpe reposado en mi frente, ése que resultó ser el hermano de mi interlocutora. Así continuamos escribiéndonos a corta distancia, decubriendo lo que queríamos decir desde y para nosotros. Ella fue bastante abierta en no guardarse nada; por el contrario, al frente de ella estaba yo, mirando a una mujer diferente a mí. Éramos desconocidos entre nosotros, pero ella marcaba otro tipo de diferencia, una que buscaba más bien incorporarme a ella y no seguir ratificando lo innato de nuestra diversidad. Decidí terminar con eso y contarle quién era. Quizás pequé de confiado, pero cada vez que ella escribía, lo hacía con calidez y una sinceridad que se mostraba en cada una de las solturas de sus dedos. Me tomó más de media hora escribirle todo lo que iba a hacer a los Balcanes, sin embargo sólo encontré sorpresa en su rostro; seguro había algo de incredibilidad en mis palabras sintiéndose en el ambiente. Le dje que tenía documentos y fotos para demostrar y ratificar lo que le dije, entonces ella con sus azules ojos de una profundidad llena de ganas de ser convencida, subió al segundo piso rápidamente y trajo consigo mi malgastado bolso negro de cuero. Tecleando me dijo que fuera al grano. Yo saqué los documentos y comencé a explicarle con mis manos, fotos tras fotos; cuando habían documentos importantes escritos por mí, traducía el título y un breve resumen, siempre explicando mi relación con esa persona objetivo de mi viaje. Sin decirme ni escribiendo nada, ella sacó de un mueble una pequeña fotografía, se acercó a mí y la lanzó sobre la mesa. Al mismo tiempo, fuera de la casa, se detenía escandalozamente el mismo automóvil que me había llevado hasta ese lugar; se juntarían los hermanos. Miré a mi compañera que algo más quería decirme, agarré la foto y fui a esconderme. Desde dentro sentí como los hermanos discutían, fonéticamente brutal (reconozco que la sinfonía de jotas y erres me daban miedo, y no hablo sólo del fuerte tono ronco del militar), y yo sin saber de qué. Observé la fotografía, en ella salía un viejo vistiendo un uniforme militar (o más bien disfrazado, pues entre la postura de un verdadero defensor marcial y un ser ordinario como yo, no habría mucho que asimilar), con el rostro borrado bruscamente (me gustaría haber pensado a causa del tiempo, pero si bien éste azota para siempre, en esos países lo hace de forma sútil, así como un copo de nieve encuentra su muerte) y llevando un traje del ejército yuguslavo; además aparecía afirmando un fusil con una mano, mientras que con la otra a una pequeña, su hija, rubia, de mirada desolada y de ojos tan azules como la mujer que discutía detrás de la puerta. Podría ser ella, pero ¿por qué la foto? Evidentemente me quería decir algo sobre el militar, quizás su padre, quizás Enver Gjerqeju, el mismo difamado por Jusuf Buxhovi por bombear más sangre serbia que albana y por no adherirse cien por ciento a la causa kosovar cuando ésta recién formaba los genes que dispararían en el UCK. Posiblemente aquello era uno de los grandes misterios para docentes como yo, inmiscuidos en la literatura kosovar en albanés, pero no tan sólo en esta, si no también en aquella serbia, esa minoría que pedía a gritos ser revelada para que yo la supiera, para que mis estudiantes la supieran. Sin embargo sabía que estaba yendo más allá con mi vida que con lo que podía ganar académicamente. Los fondos de la Universidad de Chile se había reducido a una tercera parte ya cruzando desde Sarajevo a Mostar, donde supuestamente existía la presencia de uno de sus tres hijos; una pérdida para el estado, seguro, pero no para mí. Entonces, si todo estaba como las cartas me lo habían dispuesto, aquellas dos personas debían ser sus otros dos hijos. Tenía que darme el valor y preguntarles sobre su padre, qué había sido de él durante este tiempo, llevar conmigo noticias a conferencias y programas de estudios eslavos; el saber dónde murió sería una noticia impopular en los medios de mi país, pero con mi satisfacción y la de un resto de amigos alrededor de una botella de vino y un artículo en la Revista Chilena de Literatura bastaba. Sé que preguntar por él sería un sondaje directo a la vergüenza del origen de cada uno de ellos, sería como volver a la semilla del escrúpulo archi olvidado, pero debía hacerlo, era lo más claro, la vía más evidente por la cual seguir y resolver largas semanas de viaje. Enseguida gritos con mi nombre, que en un principio no quise reconocer, comenzaron a sonar; cada vez sonaba más claro mi orgulloso apellido, mucho mejor pronunciado que la profesora de español en Knin ¿Por qué mi nombre? Hablo directo y pienso directo: estaba seguro que más de un artículo a mi nombre tenían guardados en su casa. Simple. De esa misma manera actúe, abrí la puerta y me fui contra él con todo sin darle importancia a las consecuencias. Detrás la escuché gritar, no sé qué significaba; me inquieta hasta hoy. Me escondí entre cinco grandes montones de paja acomuladas fuera de la casa. Minutos después estaba subiendo una torre antigua (mi amigo Fernando Fernández Alcayaga me dijo tiempo después en una reunión que se trataba de una antigua fortaleza búlgara del siglo noveno; ahora tengo el lugar exacto de los hechos) desde la cual observé cómo a través de los días me iba agotando físicamente esperando que aquel acechador se diera por vencido. Miraba a lo lejos la casa, y el auto no se movía de ahí. Sin lugar a dudas él sabía que yo debía estar cerca, dentro de un perímetro no muy lejano. Hubo noches donde vi potentes linternas buscandome por las cercanías, pero el lugar era un perfecto refugio ¿quién puede contar haberse refugiado en un lugar similar en donde yo lo hice? Nadie; pero me costó un debilitamiento corporal extremo. Al quinto día encontré un camino detrás de un montón de piedras que parecían haber integrado parte de una centenaria casa. Lo seguí hasta que llegué a una carretera. Hice dedo a un camionero en las mismas míseras condiciones lingüísticas que yo. El viaje duró dos días, entre cigarrillos y señas. Bajé en una ciudad enorme; un letrero más allá me indicó que estaba en Estambul. Asiento 2a, ventana, clase turista con destino París-Madrid-Santiago. Estaba en casa.
Hoy por la mañana se cumplían 32 días lejos de aquellas tierras eslavas, sin papers, sin artículos, sin evidencia y sólo con la gran noticia de que el Fondo del Libro me demandaría por mal uso del financiamiento estatal, hasta que al finalizar la clase de literatura kosovar en plena era Rugova, una chica de origen mapuche de pequeños ojos oscuros me acerca una noticia impresa de un periódico minoritario de Pristina escrito en serbio, en la cual aparecía una pequeña foto de mi uniformado perseguidor. Según me traducía mi alumna, había sido denunciado por su hermana por darle maltrato físico y psicológico durante años. Al ser detenido, la policía kosovar encontró un subterráneo clandestino en su habitación y, dentro de éste, a un anciano que respondía al nombre de, según las palabras de mi traductora, “el más grande de los poetas serbiomaniacos en albanes, el señor Gjerqeju“. Seguro que no vivirá demasiado, lo encontraron en un muy mal estado, profe, dijo mi alumna y se retiró. Creo que ahora no pecaré de optimista, por lo que es mejor comenzar con los informes.