5/7/16

El fin después del fin, por Ariel Rioseco G.






Sobre El jardín de los violadores amables, de Draupadí de Mora



A través de las sucias ventanas, ella realiza piruetas, sorteando la calle, buscando un felino ajeno que ella misma, sin recordar, dibujó. La observo a través de los cristales, la veo atrapando la precaria mañana, el mediodía, la tarde incompleta… como el asesino que espía, planea y ejecuta. Frente a ella se resquebraja la hoja y la escritura, mientras la muerte imperfecta huye para regresar, desvestida. Imagina el cielo, bebe un ron, más tarde un whisky, esperando ansiosa el encuentro, el calor, el cóncavo-convexo.

La chica de secundaria sobre los íconos de una situación política que no funciona… se emociona y vuelve a amar reencarnándose en un sueño que la humedece hasta que la bombilla explota y el encanto se quiebra en dos. Sobre una mesa de desconocidos ella lee y yo, junto a ella, leo también, contemplando un mundo de figuras casi invisibles que invaden el cuarto y el poema que yace embriagado ante la falta de poder.

Las preguntas, como dardos, van desde las pérdidas y los regresos, hasta la presencia y la falta de fe en un instante que podría ser, pero luego ya no está. Draupadí se dramatiza y anhela como un crimen sin arrepentimiento, surgiendo del caos la pregunta obvia que desnuda la hora y otros colores: ¿Cómo se suicida si se ama tanto?

Pues así, como tres días de locura jamás alcanzan, la edad no lo es todo y la indolencia no sirve para llenar los espacios que dejan las otras grandes dudas. Quiere creer y, tal vez por ello, corre la milla y se descubre la herida profunda que sangra sin esperar. Tal vez por esto, sin temor, no diluye ni dilata; porque ve en cada escena un final después del fin y en la próxima avenida un esbozo, una poética, que envuelta en un silencio constante, abre una senda a otros amores y amantes, aunque esto signifique un temblor, un corazón del cual solo quedarán cientos de cristales rotos.


San Clemente, Chile, junio 2016