Sobre
El jardín de los violadores amables,
de Draupadí de Mora
A través
de las sucias ventanas, ella realiza piruetas, sorteando la calle, buscando un
felino ajeno que ella misma, sin recordar, dibujó. La observo a través de los
cristales, la veo atrapando la precaria mañana, el mediodía, la tarde incompleta…
como el asesino que espía, planea y ejecuta. Frente a ella se resquebraja la
hoja y la escritura, mientras la muerte imperfecta huye para regresar, desvestida.
Imagina el cielo, bebe un ron, más tarde un whisky, esperando ansiosa el encuentro,
el calor, el cóncavo-convexo.
La chica
de secundaria sobre los íconos de una situación política que no funciona… se
emociona y vuelve a amar reencarnándose en un sueño que la humedece hasta que
la bombilla explota y el encanto se quiebra en dos. Sobre una mesa de
desconocidos ella lee y yo, junto a ella, leo también, contemplando un mundo de
figuras casi invisibles que invaden el cuarto y el poema que yace embriagado
ante la falta de poder.
Las
preguntas, como dardos, van desde las pérdidas y los regresos, hasta la
presencia y la falta de fe en un instante que podría ser, pero luego ya no
está. Draupadí se dramatiza y anhela como un crimen sin arrepentimiento,
surgiendo del caos la pregunta obvia que desnuda la hora y otros colores: ¿Cómo se suicida si se ama tanto?
Pues así,
como tres días de locura jamás alcanzan, la edad no lo es todo y la indolencia
no sirve para llenar los espacios que dejan las otras grandes dudas. Quiere
creer y, tal vez por ello, corre la milla y se descubre la herida profunda que
sangra sin esperar. Tal vez por esto, sin temor, no diluye ni dilata; porque ve
en cada escena un final después del fin y en la próxima avenida un esbozo, una
poética, que envuelta en un silencio constante, abre una senda a otros amores y
amantes, aunque esto signifique un temblor, un corazón del cual solo quedarán
cientos de cristales rotos.
San Clemente,
Chile, junio 2016